MORIR EN SOLEDAD

Pertenezco a esa generación nacida durante la guerra civil; a esa generación que cuando tenía cuatro o cinco años, el único juguete que conoció, en el mejor de los casos, fue, por parte de las niñas, una comba hecha con un trozo de cuerda y, en el caso de los niños, una pelota de goma, y que en casa te decían: “no la pierdas ni la rompas porque no hay otra”; pertenezco a esa generación de niños que, a medida que íbamos creciendo,  no tuvimos más alternativa que aprender a fabricar nuestros propios juguetes; por ejemplo, espadas de madera, con las que nos propinábamos verdaderos estacazos, o los tiradores, con los que llegamos a adquirir tal puntería que hasta el mismísimo Billy el Niño hubiera envidiado; pertenezco a esa generación que cuando fuimos cumpliendo años, con ocho o diez, al no tener otro medio de entretenernos, tuvimos que agudizar el ingenio. Valiéndonos de los casquillos de balas de fusil que encontrábamos en el monte -las había grandes cantidades-, fabricábamos lo que llamábamos un cachorrillo y que, aún de forma muy rústica, era una verdadera pistola con la que disparábamos; y, no sólo eso, fuimos los precursores en la fabricación de cohetes espaciales que, si bien no llegaban a luna, se elevaban dejando tras de sí una estela que nos fascinaba; incluso lo lanzábamos con un pasajero, a modo de astronauta. Para la fabricación utilizábamos un bote de conservas, naturalmente, vacío. Después de arrancarle una de las tapas lo llenábamos de carburo, lo enterrábamos boca abajo hasta que únicamente se veía la tapa superior en la que, previamente, habíamos hecho un pequeño orificio a través del cual introducíamos el carburante (agua). El astronauta no era otro que un sapo, de los que había verdaderas cantidades, al que atábamos a la parte del bote que sobresalía de la tierra. El carburo al contacto con el agua producía un gas que al llenarse el bote y no tener salida hacia abajo, salía disparado hacia arriba alcanzando una altura considerable; evidentemente, el sapo no llegaba a la luna, pero lo pasaba bastante mal. Ahora, con toda seguridad, lo consideraríamos un maltrato animal, pero en aquellos años nos parecía algo muy normal y divertido, además de servirnos para olvidarnos del hambre que nos corroía las entrañas.

Eran tiempos duros, muy duros; tiempos en los que nos endurecíamos desde la más tierna infancia. Cuando apenas cumplíamos los doce años, la inmensa mayoría de aquella generación, nos vimos obligados a dejar la escuela para ir a trabajar; algunos, los que tenían vacas, iban a pastorearlas; otros muchos, que no tenían vacas, pastoreaban las de otras casas que sí las  tenían; otros, aquellos que sus padres habían muerto en la guerra o que habían fallecido a consecuencia de un accidente en la mina o, simplemente, a causa de la silicosis, y que no tenían vacas ni otros medios de vida, se veían obligados a empezar a trabajar de pinches, ya fuera  con los albañiles, en un taller mecánico, en una carpintería o de criados en alguna casa. Algunos, los que pudieron asistir a la escuela hasta los catorce años -edad máxima permitida para asistir a clase-, al finalizar ese periodo, con apenas dieciséis años recién cumplidos, emprendían el camino de la mina; camino que, en la mayoría de los casos, nunca dejarían, pues al ser el único hombre de la casa -los padres y posibles hermanos mayores, o habían muerto en la guerra, o estaban presos, o se habían matado en la mina- se vieron obligados a asumir el rol de hombre de la casa. Para no morir de hambre se hacía imperativo traer dinero a casa, y casi la única alternativa que había era la mina. Pertenecemos a esa generación que a consecuencia de los tiempos en los que vinimos al mundo, pasamos de niños a hombres sin conocer la adolescencia.

Un par de años más tarde, ya con dieciocho años cumplidos, la mayoría de los que habían empezado a trabajar en la mina, de rampleros -la categoría menos remunerada-, dejaron la pala y se engancharon al martillo de picar carbón. A partir de ahí, el sueldo había aumentado considerablemente y, con ello, aunque no se percataran, había aumentado también el riesgo de morir aplastado por un costero o, en el mejor de los casos, contraer la enfermedad llamada enfermedad del minero: la silicosis; enfermedad esta, que convertía a un joven de treinta y pocos años en un anciano, y a causa de la que no pocos, morían antes de cumplir 40 años.

Transcurrían los años y aquellos niños de entonces, habían alcanzado la edad de crear una familia y, con ello, echarse sobre la espalda una responsabilidad añadida; tenían que mantener una familia y no quedaba otra que seguir sacrificándose. Ellos no supieron lo que era ir de vacaciones. Las dos semanas de vacaciones de verano las aprovechaban para recoger la hierba, ya fuera para sus propias vacas o para las de algún vecino; no supieron lo que era viajar o subirse a un automóvil; a lo sumo que podían aspirar, en el mejor de los casos, era a comprarse una bicicleta para ir a trabajar, pero, por sus hijos, no rehusaban sacrificarse.

Algunos de ellos, quizá porque, siendo unos niños, habían visto morir a sus padres aplastados por un costero o ahogados por la silicosis, no se resignaban a correr la misma suerte, y también, por qué no decirlo, con la pretensión de mejorar la economía de sus familias, dejaron la mina y se embarcaron en la aventura de emigrar a otros países con mejores medios de vida, donde, a costa de muchas privaciones, conseguirían ahorrar algún dinero para enviarlo a sus familias.

Pertenezco a esa generación de emigrantes que, con gran esfuerzo y no poco sacrificio, trajeron las divisas que contribuyeron, en buena medida, al desarrollo de España; esa generación que dejó su casa y sus seres queridos para adentrarse en otros mundos totalmente desconocidos para ellos; que sufrieron estoicamente las dificultades de tener que amoldarse, en corto espacio de tiempo, a mentalidades y climas muy diferentes, sin hablar su idioma y, por ende, soportar, en muchos casos, el desprecio hacia los extranjeros; desprecio motivado, en gran parte, porque al no entenderse con ellos la integración resultaba muy difícil; en parte, también, porque en países, como Suiza, los nativos estaban acostumbrados a la vida tranquila y al silencio, a madrugar mucho y acostarse muy temprano. Y llegamos nosotros, con nuestro modo de halar, casi gritando; con nuestra costumbre de acostarnos tarde y juntarnos por la noche para  charlar o para jugar a las cartas, produciendo ruidos que interrumpían su sueño; con nuestra costumbre de tirar papeles o colillas al suelo, algo inconcebible para ellos; y, en parte,  también, porque poco a poco, y a medida que nosotros nos íbamos acostumbrando a su forma de vida, ellos, los más jóvenes,  también iban adquiriendo alguna de nuestras  costumbres, lo que exasperaba aún más a los mayores.

Fue una generación que, en silencio, sufrió las penurias de una posguerra; una generación que no escatimó esfuerzos ni sacrificio, con el único objetivo de construir una España mejor para sus hijos y nietos y, sobre todo, para que nunca más volvieran a vivir tiempos semejantes. Ahora, ochenta y tantos años más tarde, en pago de todos sus sacrificios, el premio que reciben es el de ser condenados a morir en la soledad más absoluta, sin tan siquiera tener el consuelo de poder exhalar el último suspiro abrazados a sus seres queridos; eso sí, en algunas autonomías, incluso se les otorga el privilegio de ser los primeros en morir. Si faltan camas en hospitales, esas son sus camas; si faltan medios de protección, esos son los suyos. La consigna, en algunas ciudades es: primero se atiende a los jóvenes. Triste recompensa para buena parte de aquella generación.

De una pandemia sólo son responsables aquellos que la han provocado. Eso es evidente, pero de lo que sí son responsables nuestros gobernantes es de haber antepuesto sus intereses políticos y económicos a la prevención de la enfermedad; son culpables de promover, entre otras, una manifestación masiva en Madrid el día 8 de marzo, cuando ya la pandemia hacía estragos en Italia, y cuando ya en enero, como publicó el diario El País, la OMS nos había advertido de lo que se nos venía encima. A partir de esa manifestación se multiplicaron por cientos los fallecidos en Madrid a causa del Covid 19

Esa manifestación feminista la promovió el gobierno con el único objetivo de conseguir réditos políticos. La prueba de que cuando promovieron esa manifestación ya eran conocedores de la epidemia, es que, como hemos visto en la televisión, en la mencionada manifestación, algunas ministras llevaban ya guantes de látex para protegerse. Quiero imaginar que fue un acto de inconsciencia temeraria y no de maldad; me cuesta creer que no les importara eliminar unos cuantos miles de ciudadanos si con ello conseguían sus fines políticos. Pero, en cualquier caso, no pueden seguir al frente del gobierno de la Nación personas tan inconscientes y de tal ineptitud.

Así mismo, permitieron jugar partidos de fútbol en Italia y el Reino Unido, en plena pandemia, con el enorme riesgo de contagio; permitieron jugar en Valencia un partido contra un equipo italiano que, aunque a puerta cerrada, en las afueras del estadio se arremolinaron miles de aficionados españoles e italianos -todos mezclados-, cuando ya en Italia se habían producido varios miles de muertos y cuando ya varios países habían cerrado las fronteras. De eso y de su ineptitud, si son responsables nuestros gobernantes; de su ineptitud o, quizá, de algo más grave, de su falta de interés y de sus continuas mentiras. En este momento, cuando estoy escribiendo estas líneas, ya han fallecido en España 22.902 personas, de las cuales, casi 16.000 son personas pertenecientes a mi generación. Estas son las cifras oficiales, que al decir de varios medios de información, avalados por personal sanitario, la cifra real puede ser el doble. Ni en mi peor pesadilla podía haberme imaginado que me tocaría volver a vivir otra posguerra; eso suponiendo, que e mucho suponer, que sobreviva a la pandemia.

Sólo deseo que esta ralea de políticos, que al contrario de lo que les ocurre a millones de trabajadores, singuen cobrando sin ir a trabajar; que incluso tienen la poca vergüenza de cobrar dietas de desplazamiento, cuando, en realidad, no pueden salir de casa, no nos lleve al extremo de que una nueva generación -nuestros hijos y nietos, por los que tanto nos hemos sacrificado- tenga que vivir lo que nosotros ya hemos vivido. Poco a poco, y sin darnos cuenta, están cambiando nuestra forma de vida; poco a poco, y sin que hagamos nada por evitarlo, nos llevan por la senda que ellos quieren; una senda escabrosa y muy peligrosa para la convivencia entre españoles; una senda que, con harto dolor, tengo que decir que se parece mucho a la que mi generación ya ha recorrido.

Esto me recuerda la fábula de “El Síndrome de la rana hervida”. Una fábula escrita por el suizo Olivier Clerc, que dice así;

Estaba una rana nadando en un balde de agua. La rana no se percató que el balde estaba colocado sobre un fuego. Al cabo de unos minutos el agua ya está un poco tibia. Esto lo agradece la rana que sigue nadando. Ahora el agua está caliente, la rana agradece el calor del agua que, además, le produce cansancio y somnolencia. Ahora el agua está caliente de verdad. Esto a la rana empieza a parecerle desagradable. Lo malo es que se encuentra sin fuerzas para saltar fuera del balde, así que se limita a aguantar y no hace nada más. Si la hubiéramos metido con el agua a 60 grados, se habría puesto a salvo de un enérgico salto.

Moraleja: Esto nos demuestra que un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción, ni oposición, ni rebeldía.  

8 thoughts on “MORIR EN SOLEDAD

  1. Amigo Piorno. Me hubiese gustado tener algún elemento para poder argumentar que tu razonamiento era demasiado radical y que no llegaría el agua al río. Lo trágico es que a mi me pasa algo similar y no encuentro justificación, ni entiendo por qué no se tomaron medidas para que esta “calamidade”, como llaman los portugueses, no nos tocara con sus crueles apéndices.
    Hace dos semanas falleció mi tía Audelina, en León. Mi prima Rosi la visitaba todas las tardes en su residencia, hasta que un día no la dejaron pasar, siguiendo órdenes gubernamentales. No la volvió a ver viva. La llamaban, diariamente, de lunes a viernes y le informaban de su evolución, pero los fines de semana no tenía noticia alguna. Un día la llamada tenía mal augurio: la habían ingresado en el hospital y allí falleció sin el último adiós de sus seres queridos, ni el postrero abrazo de su hija y nieto. Mi prima, desde entonces, está sumida en la tristeza y la desesperación, y no por el hecho mismo del óbito; ya que, que en mayo cumpliría 91 años, sino por la angustia de la soledad y abandono que debió sufrir su pobre madre.
    Un fuerte abrazo, amigo, y ánimo para resistir este azote.

  2. Amigo Teofichu. Lamento, muy sinceramente, el fallecimiento de Audelina. Quizá no lo sepas -salvo que hayas leído mi libro «La senda de aquella mina»-, que cuando mi padre, en plena guerra civil, tuvo que huir de Asturias y refugiarse en Villager, su primer domicilio. como posadero, fue en casa de la señora Antonia, madre de Audelina. Ambas familias mantuvimos siempre una relación casi familiar. Cuando hables con Rosi, te ruego le expreses mi más sentido pésame.
    Como tú bien dices, es ley de vida. Todos sabemos que llegados a cierta edad, por más que nos duela, estamos llamados a dejar este mundo, pero lo mínimo que podríamos exigir es que, al iniciar el último viaje, se nos permita despedirnos de nuestros seres queridos.

    Audelina pertenecía a esa generación de sacrificados, de la que hablaba en mi anterior comentario y, como les está sucediendo a otros muchos, no solamente están muriendo en la más triste de las soledades, sino que su familia ni tan siquiera sabe donde se encuentran sus cadáveres. Alguien muy allegado a mí, falleció en Madrid hace 20 días y, a día de hoy, la familia aún ignora dónde se encuentra su ataúd. Les dijeron que creían que estaba en Coruña, pero que no era seguro.

    Querido amigo, tú me conoces muy bien y, por ello, sabes que yo de radical tengo muy poco, pero hay hechos irrefutables ante los cuales, aún conteniendo la rabia, soy incapaz de no revelarme. Además, creo que a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Aquí, a mi entender, no se trata de ideologías ni de idealismos, se trata, sencillamente, de sentimientos humanitarios. Si fuera criticar por criticar, podría decir que en todos los países de nuestro entorno los ministros de sanidad son médicos de renombrado prestigio y con gran experiencia dentro del campo sanitario. Nuestro ministro de sanidad es un filósofo que, en el campo sanitario, tiene la misma experiencia que puedo tener yo en astronomía. Naturalmente, así nos luce el pelo.

    Un fuerte abrazo

  3. Amigo Piorno. En primer lugar, agradecerte tus condolencias por el fallecimiento de mi tía Audelina; que trasladaré, de tu parte, a mi prima Rosi cuando me comunique con ella.
    En cuanto al conocimiento de la relación de nuestras familias, lo conozco por la lectura de tu libro: “La senda de aquella mina” y, que confirmas en tu respuesta a mi comentario. Mi hermana me regaló tus libros y algunos más publicados en Laciana. También adquirió los ejemplares del “Mixto” hasta que dejó de publicarse. Ella es quien me tiene al tanto de las noticias más relevantes de nuestro querido pueblo.
    Un fuerte abrazo y, si nos dan permiso, nos veremos en San Lorenzo.

  4. Amigo Teofichu, Gracias por tu comentario; lo de ir a San Lorenzo, no sé que decirte. Lo veo muy negro; especialmente, para los que habitamos en Madrid. No obstante, si nos dejan, allí estaré.
    Un arazo.

  5. Es muy triste. Muchas familias, a día de hoy, no saben con seguridad donde han incinerado a sus muertos. A otros les dieron cenizas que sabe dios de quien serán.

  6. Hola Piorno!!! Leí con mucha atención tu escrito, vida de sacrificios y trabajo, y llegando casi al final del camino seguimos con restricciones. No se puede creer, parece una película!!! Cuando despierto cada mañana, me quedo imaginando el día y darme cuenta que no tenemos la libertad de salir, no poder ver nuestros nietos, hijos, familias y amigos….además de correr riesgo de enfermar de gravedad, es terrible!!! Que nos íbamos a imaginar a esta altura de la vida encontrarnos solos y sin los afectos…. Esperemos que todo pase pronto y un día no muy lejano despertemos con la alegría que volvimos a la normalidad de abrazarnos y ser felices. Cuidarse mucho todos.Un abrazo virtual muy grande

  7. Buenos días, Tere.
    Bueno, buenos días en España, en Argentina supongo que aún es noche. Por otra parte, lo de buenos días sólo es un deseo, porqué lo que son días buenos, aquí hace algún tiempo que no sabemos como son. Dices bien; esto que estamos pasando, aunque no lo sea, se parece mucho a una posguerra. La situación, en España es trágica, porque unido a los fallecidos tenemos una situación económica muy mala y, lamentablemente, todas las perspectivas apuntan a un empeoramiento drástico. A la pandemia se une un gobierno comunista que, si Dios no lo remedia pronto, nos está llevando por los mismos derroteros que camina Venezuela.
    Bueno Tere, no te cuento más penas porque, supongo, vosotros de eso algo sabéis. Espero que toda la familia esté bien de salud.
    Un abrazo.

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