VIDA Y MUERTE DE MANOLO JOSEFÓN

 

Manolo Josefón y Pipo

 

A raíz de haber publicado en este blog, en marzo del pasado año, el fallecimiento de mi querido e inseparable amigo Manolo Josefón, fueron no pocos los que me preguntaron si Manolo Josefón había realmente existido o si todo había sido fruto de mi imaginación. Hasta hoy, a ninguno he querido sacar de dudas, limitándome a decir que en toda ficción hay una parte de realidad y que en toda realidad hay una parte de ficción. Lo cierto es que no era sencillo para mí responder a esa pregunta, porqué a fuerza de mezclar realidad y ficción llega un momento en el que uno mismo lo duda. Hoy, no me preguntéis la razón -ni yo mismo la conozco-, estoy dispuesto a revelar el secreto: Manolo Josefón existió, realmente. Aunque, como fácilmente podréis imaginar, ese no era su verdadero nombre. Como también existió nuestro inseparable mastín al que llamábamos Pipo, y Pipo sí era su verdadero nombre. Cierto que, en las historias que de Manolo contaba, o en las que él, de una u otra forma aparecía, siempre había una buena parte de ficción, pero también había una buena parte de realidad. En cualquier caso, lo verdaderamente real fue nuestra sincera, profunda y desinteresada amistad.

Muchos fueron los que me preguntaron por la causa de su muerte. Algunos me decían que, puesto que él había sido una parte importante de mis relatos, era mi obligación dar una explicación, en este blog, sobre la causa de su muerte. Quizá a quien así pensaba no le faltara razón, pero lo cierto es que yo me escudaba en el argumento de que Manolo no era un personaje público y por tanto no tenía por qué publicar los detalles de su muerte. Ahora, transcurrido ya bastante tiempo, veo el tema desde otra perspectiva y, debo confesarlo, aquel argumento no era sino un escudo que me había inventado para no hablar del tema. En primer lugar, porque no me sentía con fuerzas para hacerlo y, en segundo lugar, porque, a ciencia cierta, con total seguridad, nunca supe la causa de su muerte. Aparentemente, y desde mi conocimiento, él no estaba enfermo; al menos no estaba tomando medicamento alguno. Lo único que sé es que un mal día, de esto hace ya cuatro años, apareció muerto en la cama. No hay una sola vez que, cuando voy al pueblo, alguno de los que conocen mi identidad -son más cada vez y no porque yo lo haya dicho-, con una u otra excusa, no me insistan en esa, para mí, incómoda pregunta.

Hoy, como antes ya decía, no sé muy bien por qué, me he decidido a romper mi silencio; quizá haya sido porque paseando por el camino que va de la Argaxiada a Caboalles -camino que tantas veces recorrimos juntos- no hice otra cosa que recordarlo; quizá porque reflexionando llegué a la conclusión de que los lectores del blog que me pedían que lo hiciera, bien merecida tenían una respuesta; no estoy del todo seguro; como tampoco estoy seguro de la causa de su muerte, ya que, como antes mencionaba, ni siquiera tenía noticia de que estuviera enfermo. Sé que le hicieron la autopsia, pero no me molesté en querer enterarme de las causas de su muerte; primero, porque para mí, la causa carecía de importancia y, en segundo lugar, porque, en mi opinión, el porqué de su extraña muerte quizá pueda comprenderse leyendo un relato que escribí medio año antes de su fallecimiento y que, salvo que la memoria me falle – cosa nada de extrañar- nunca hasta hoy lo había publicado en este blog:

“Sucedió en una soleada mañana del mes se octubre, cuando cosa rara en mí, que soy ave mañanera, me desperté algo más tarde que de ordinario. Sin desayunar, a pesar de que, si no desayuno debidamente, soy un desastre –hay quien me recuerda con frecuencia que aun desayunando lo soy-, bajé a barrer la corte y a cebar las vacas, y sin poder precisar a qué se debía, tuve, desde el primer momento, una sensación de angustia que no me permitía centrarme en mi trabajo. ¿Era ciertamente una sensación de angustia? No sabría decirlo; en todo caso, de ello estoy bien cierto, era una sensación extraña; sí, muy extraña. En un principio pensé que sería debido a lo poco y mal que la pasada noche había dormido; también podía deberse -me dije- al hecho de haberme despertado algo tarde y no atender, con la debida diligencia, a mis cotidianas obligaciones. Después de cebar y barrer la corte, debo decirlo, me sentí algo mejor.

La mañana estaba espléndida. El sol, ese sol que, en las primeras horas del día, en esa época del año, no calienta apenas y deja que la mañana conserve su agradable frescura, invitando al paseo matinal, sentí el deseo de dar un paseo. Haciendo una seña, con la mano, a Pipo, que estaba tumbado con la cabeza apoyada sobre sus poderosas manos, me puse en camino hacia casa de mi amigo Manolo Josefón, con ánimo de proponerle ir a dar una vuelta por el camino de Sanceo.

No sé por qué, entre tantos caminos como hay en Villager, había elegido, precisamente, el camino del Sanceo; sinceramente, no podría dar una explicación razonable. Quizá, porque situándome de pie sobre aquel puente, sin barandillas, construido con troncos de árbol y ramas, me ensimismaba contemplando la corriente del río, imbuyendo mis sentidos en el suave murmullo del agua en su discurrir bajo el puente. O quizá, porque cada vez que paseo por ese camino, sin pretenderlo, se apodera de mí la nostalgia, llevándome a recordar los años de mi niñez; aquellos años en los que, con frecuencia, y en compañía de otro Manolo -en este caso Manuel Olivera-, recorríamos ese camino para ir a intentar pescar alguna trucha, junto al puente, con un tenedor atado al extremo de una vara de avellano, mientras él me contaba todo tipo de historias, que yo escuchaba con verdadero entusiasmo.

Sumido en mis pensamientos, llegué a casa de Manolo Josefón. Me extrañó, sobremanera, que, al pararme delante de las portonas, Pipo, como era su costumbre, no saludase con su clásico “ggrrrrr”, pero me extrañó más aún, que el portín –pequeña puerta, dentro de las mismas portonas, que sirve para no tener que abrir las grandes, cuando solamente entran, o salen personas- estuviese entreabierto. No era Manolo persona que gustase dejar las puertas abiertas; de hecho, repetía con cierta frecuencia: “Puerta cerrada, al diablo torna”. Aquella sensación de angustia, la que había sentido un poco antes, volvió a apoderarse de mí, pero ahora, con mayor intensidad.

Acerqué la mano al portín, con intención de empujar la hoja -se abría hacia adentro-, pero una fuerza interior retenía mi mano. En otras circunstancias, Pipo, habría posado sus poderosas manos sobre la puerta, abriéndola y a continuación saldría corriendo hacia el interior del corral; sin embargo, se mantenía sentado a mi lado como si también a él, alguna incontrolada y desconocida fuerza le sujetara sentado al suelo. Haciendo acopio de todo el coraje de que fui capaz, suavemente, como quien tiene miedo a dar un determinado paso, pero que consciente de la necesidad de tal acción, saca valor de donde no tiene, empujé la hoja del portín, traspasando el dintel, con Pipo sin separarse de mi lado.

La casa de Manolo tiene, a la entrada, un gran portalón, cubierto, donde aparca los carros y un sin fin de aperos de labranza. Traspasé el portalón y, como no viera a nadie en el corral, me acerqué a la puerta de la corte. Esta, incompresiblemente para aquella hora, estaba cerrada; sin embargo, el cuarterón estaba abierto. Me asomé, introduciendo medio cuerpo por él, y cosa difícil de comprender, Manolo aún no había cebado; ni siquiera había barrido la corte. Pensé –era lo más natural- que estaría enfermo, y cuando me disponía a subir las escaleras que dan acceso a la vivienda, vi que Pipo se había sentado delante de la cancilla que da paso a la huerta; cancilla que, contra lo habitual en aquella casa, también se encontraba abierta. Me dirigí hacia la huerta, y, apenas di dos pasos dentro, vi a Manolo. Estaba sentado en un poyo sobre el que se proyectaba la sombra de un precioso tilo que, hace muchos años, según me contó, había plantado su padre. Pronto pude percatarme que algo malo había sucedido. Manolo, ni siquiera notó mi presencia, o eso me pareció, almenos. Su mirada estaba perdida en el horizonte, y a medida que me fui acercando, pude ver, cómo sobre aquel pétreo rostro, cubierto por innumerables y profundas arrugas; arrugas producidas, en buena parte, por el viento de las montañas, y en mayor parte, por el viento de la vida; dos lágrimas, al unísono, discurrían pasando de una arruga a otra, cual arroyo que, descendiendo del monte, en época de lluvias, sorteando los accidentes del terreno, corre en busca de su río.

Debo confesar que me asusté; tan sólo en otra ocasión, hace de esto muchos años, había visto a mi amigo en trance tal: fue en una tarde, aciaga donde las hubiere, cuando vinieron a comunicarle que su hijo, que apenas si contaba diecisiete años, había muerto en la mina a consecuencia de una explosión de grisú. Me acerqué a él y, sin decir nada, posé mi mano sobre su hombro. Volvió lentamente la cabeza hacia mí –diría que no se sorprendió al verme- y por todo saludo extendió su mano izquierda, en la que sujetaba un papel, invitándome con la mirada a que lo leyera. Tomé la carta y pronto comprendí el porqué de su tristeza. La misiva procedía de uno de esos establecimientos, que algunos ayuntamientos de las grandes ciudades acondicionan para dar cobijo a indigentes. En pocas palabras, venía a decir que Hermelinda Álvarez -la que había sido su mujer, y de hecho aún lo era, puesto que cuando lo abandonó, dejándolo con un niño de ocho años, aún no existía el divorcio- había fallecido a consecuencia de una tuberculosis. Que todas sus pertenencias, las cuales remitían con la mencionada carta, se limitaban a una alianza de boda con dos nombres y una fecha grabados en su interior: “Hermelinda y Manolo – 12 de junio de 1963”.

No dije nada, porque nada se me ocurría decir que no fuese a empeorar la situación. A pesar de tantos años transcurridos, y aún sin haber hablado nunca de ese tema, yo sabía, o almenos estaba convencido de ello, que Manolo, en lo más recóndito de su alma, seguía amando a Hermelinda, y no sólo eso, sino que, en ese, para los demás escondido rincón, seguía albergando la esperanza de que algún día, no importaba cuándo ni cómo, ella volvería a su lado. ¡Lástima que tales deseos nunca se habían visto cumplidos! Y, por lo que acababa de leer, no podrían cumplirse jamás.

Quien conociera a Manolo, sólo superficialmente, sin duda pensaría al contemplar su rudeza exterior, que se trataba de un hombre duro. Nada más lejos de la realidad: debajo de aquella envoltura externa, mezcla de granito y de pedernal, latía un corazón enorme, sensible e incapaz de sentir odio o rencor hacia nadie, por más motivos que le hubieran dado. Yo, que lo conocía desde que tengo uso de razón, puedo dar fe que, lo que se dice motivos, para ello, no le habían faltado.

Mañana, o quizá en un par de días -pensé en aquel instante-, cuando Manolo vuelva a arrear las vacas por los caminos del pueblo, porque la vida no se para, por más que a veces creamos no poder continuar, como tantos otros días, se envolverá nuevamente en su caparazón, mezcla de granito y pedernal, mostrándose, ante quien no le conoce, como un hombre duro y seguro de sí mismo, aunque su corazón sangre de dolor; y, de grado o por fuerza, habrá de continuar recorriendo el camino que le marque su destino; ese duro e inescrutable camino que todos, al nacer, emprendemos y que, de forma inexorable, conduce hacia nuestra estación término.

Como decía al principio, no creo equivocarme si digo que mi entrañable amigo Manolo Josefón -perdonar que no delate su verdadero nombre- no falleció debido a una enfermedad del cuerpo. Su muerte -esa es mi opinión- fue causada por una enfermedad del alma.”

4 thoughts on “VIDA Y MUERTE DE MANOLO JOSEFÓN

  1. Hola Piorno:
    Te doy las gracias por haber satisfecho mi curiosidad. Soy uno de los que te pidieron en varias ocasiones que nos dijeras de que habia muerto Manolo Josefon. Recuerdas cuando estabas caminando por la ruta verde y a la altura del puente de las Arregadas se te acerco uno para hablarte de la muerte de Manolo Josefon, pues eso soy yo. Por la foto que pones aqui casi puedo decirte que conozco a Manolo Josefon pero no estoy seguro-

  2. Ya la foto amigo Piorno de Manolo Josefón, bien calzado con las clásicas madreñas de nuestra tierra, el inseparable Pipo y la inmaculada nieve son un verdadero poema.
    Siempre he creído en la existencia de tu amigo Manolo Josefón, no porque tuviese certeza de ello, sino porque tu relato lleno de afecto y cariño por el personaje, merecía que fuese una realidad. La historia de nuestros seres queridos es como la recordamos o queremos recordar, y poco importa si mezclamos la ficción con la realidad, ambas forman parte de nuestra propia existencia.
    Manolo Josefón y Pipo permanecerán en nuestro recuerdo para siempre gracias a tus bellos y emotivos relatos de quien te seguimos tanto en el Foro de Villager como ahora en tu exquisito “El blog de Piorno”.

  3. Hola anónimo; bueno, anónimo para los demás, porque yo ya sé quién eres.Dices que estás casi seguro, después de haber visto la foto, de saber quién era Manolo Josefón. Puede que lo sepas, pero si es así, te agradecería que no lo divulgaras, de la misma forma que yo ni diré quién eres tú; a lo sumo, me limitaré a decir que eres de Caboalles de Arriba.
    Como estoy seguro -al menos yo así lo espero- que este verano volveremos a encontrarnos en la ruta verde, si te parece bien, charlaremos sobre el tema.

    Gracias por escribir y saludos.

  4. Amigo Nano-35, gracias por tus siempre bien hilvanadas frases, cargadas de sensibilidad; frases que, como es habitual en tus escritos, emergen siempre del alma del poeta.

    Un abrazo.

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