En cierta ocasión, en mi época de marino, aprovechando una escala de tres días en el puerto de Nassau (Principal puerto del archipiélago de las Bahamas), tuve ocasión de acercarme a una de sus muchas islas y, concretamente, a la pequeña Bimini –la isla del archipiélago de Las Bahamas más próxima a Miami-, de la que se dice que es un paraíso para los amantes de la pesca. No estoy capacitado para aseverar o contradecir tal afirmación –mi experiencia como pescador no va más allá de las orillas del río de Orallo y, desde luego, no precisamente con un cebo enganchado a un anzuelo; ahora bien, de lo que si puedo dar evidencia es de la maravillosa paz reinante en esa isla; de la radiante claridad de sus aguas, que en las mañanas de primavera, bajo su color verde esmeralda, permiten contemplar diversas especies de peces; de sus inigualables playas y su paseo marítimo, protegido del sol por altas palmeras, y, sobre todo, de lo delicioso que resulta a primera hora de la mañana pasear por la marina donde las aguas son especialmente transparentes. Su capital, Alice Town, parece sacada de un cuento de hadas. Nada sería de extrañar que Lewis Carroll se hubiese inspirado en ella para escribir “Alicia en el País de las Maravillas”.
Evidentemente, el objeto de mi visita a Bimini nada tenía que ver con la actividad de la pesca ni tampoco con el turismo de playa. Mi visita tenía una única pretensión: visitar y recrearme en la contemplación de uno de los muchos museos Hemingway repartidos por el mundo y, concretamente en este caso, en el que los propietarios, por aquel entonces, del Bar-restaurante The Compleat Angler, admiradores incondicionales de Hemingway, fundaron en una sala contigua a su bar. El que, precisamente, ese bar fuera elegido para ser uno de los museos Hemingway se debió, en parte, a que en los anos 30, The Compleat Angler fue utilizado por el escritor como refugio preferido durante sus prolongadas estancias de pesca en las Bahamas; actividad de la que era –al menos, así reza en el museo-, no sólo un gran aficionado, sino un auténtico experto.
En la parte central del museo, entre otros muchos objetos, destacaba una fotografía suya, ampliada a gran tamaño, junto a un enorme pez espada, pescado por él en aguas caribeñas. Allí constaba escrito, igualmente, que en aguas de la costa cubana Hemingway había pescado un gran marlín. Un enorme pez de 500 libras de peso (227 Kg.), pero que no pudiendo izarlo a bordo se vio obligado a remolcarlo y, para su desconsuelo, una buena parte de aquel formidable pez, antes de arribar a puerto, había sido devorado por los tiburones. Se dice, igualmente, que ese hecho le inspiró el tema de “El viejo y el mar”. Debo reconocer, sin ambages, mi gran admiración por Hemingway; admiración que empezó a gestarse cuando siendo yo un muchacho, casi un niño, leí, precisamente, ese libro.
En el museo Hemingway de Bimini se podían contemplar, por aquel entonces, infinidad de objetos, todos ellos pertenecientes, de una u otra forma al escritor, con los que los dueños del bar, año tras año, lo habían ido enriqueciendo. Hablo en pasado porque, desgraciadamente, unos años después de mi visita, el bar The Compleat Angler -museo incluido- fue pasto de las llamas de un terrible incendio que lo convirtió en cenizas. Hoy, de aquel entrañable museo, desgraciadamente, ya sólo queda el recuerdo y, en mi caso, para mi consuelo, lo plasmado en algunas fotografías que, de cuando en cuando, me apetece contemplar; aunque, en realidad, no sirvan sino para reavivar el fuego de la nostalgia.
Como empezaba diciendo, visitando aquel museo –esencialmente fotografías, folios manuscritos y objetos personales del premio Nóbel-, me detuve frente a un fotograma de la película –basada en su libro- “El viejo y el mar”. En aquel fotograma, Spencer Tracy, dando vida a Santiago, el viejo pescador cubano, luchaba por deshacerse de los tiburones que, como le sucediera a Hemingway con su marlín, estaban devorando su gran pez. Mis pupilas parecían querer adentrarse -más que mirar- en aquella imagen; si bien, al cabo de un instante, aunque mis ojos permanecían fijos en el rostro del viejo pescador, lo que a mi mente llegaba, eran imágenes bien distintas; más que imágenes, eran viejos recuerdos, que si no totalmente olvidados, si aparcados durante años en algún rincón del subconsciente. Ignoro si fue el arrugado rostro plasmado en aquella imagen; si fue, quizá, el ambiente allí reinante o, lo más probable, si fue una mezcla de todo ello quien logró que aquellos, ya casi olvidados recuerdos, emergieran cual boyas marinas a la superficie de mi mente. Eran recuerdos de un relato que cuando yo era niño –alrededor de 9 ó 10 años- me contó un viejo minero de Villager, en una apacible tarde de verano, sentados ambos sobre una gran piedra, que a la sombra de la fachada de la Casona de Villager –casa donde él vivía-, hacía las veces de asiento. No sabría decir, a ciencia cierta, si aquel relato tenía alguna semejanza con “El viejo y el mar” de Hemingway, pero a mí, aunque el narrado por el viejo minero se desarrollaba, no en el mar, sino en la montaña, si me lo parecía.
Por aquel viejo y entrañable minero –puede que realmente no fuese tan viejo pero, visto desde mi corta edad, si que lo parecía- sentía yo un gran cariño; tanto que, en época de vacaciones, cada mañana o cada tarde –dependiendo de su turno de trabajo en la mina- me faltaba tiempo para acercarme a la Casona y, sentándome en aquella gran piedra, esperar a verle aparecer en el portal. Lo recuerdo simulando un gesto de asombro cada vez que me veía, como si no me esperase, para a continuación, mostrando su alegre sonrisa, decirme:
– ¿Qué, vamos a darles de comer a nuestros amigos?
Nuestros amigos, como él los llamaba, eran cabras, conejos, cerdos y gallinas a los que dedicaba buena parte de su tiempo libre. ¡Inolvidables momentos! Poder acariciar la suave piel de uno de sus muchos conejos era algo que no hubiese cambiado por nada del mundo. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que buena parte del amor que hoy siento por los animales, me fue inculcado por aquel hombre, cuyo rostro, de aspecto bonachón, inspiraba confianza y ternura a primera vista. Su estatura era -según yo lo recuerdo- más bien pequeña, pero la anchura de su espalda era impresionante. Parecía tan acho como alto. Fornido, de tal envergadura, que semejaba el tronco de un roble centenario, pero de una bondad y ternura difícil de superar. Realmente, creo que el que su pecho y su espalda fuesen tan enormes tenían por objeto dar cabida a su gran corazón. Trabajador incansable. Cuando no estaba en la mina, estaba acarreando comida para sus animales o trabajando en uno de sus varios huertos, en los que cultivaba un poco de todo; o arreglando los cubiles, que por su deficiente construcción –eran tiempos difíciles y los materiales escaseaban- sufrían continuos desperfectos; o con su bien afilado hacho –el mismo que utilizaba para postear en la mina- picando leña, que almacenaba en la carbonera para tener con que atizar el fuego durante los largos y fríos días de invierno. Muchas veces fui con él a coger hoja de cerezo, para los conejos, y tarriechos para los cerdos; siempre, en compañía de Boby, su pequeño perro, su inseparable compañero.
El me enseñó a pescar truchas con un tenedor atado al extremos de una vara de avellano, y él me enseñó algo muy importante: a decir siempre la verdad. Uno de esos días, cuando después de toda una mañana intentando pescar –no siempre conseguía coger alguna trucha- en el río de Orallo sin conseguir sacar una sola trucha, y ya de vuelta a casa, al observar mi cabizbajo semblante, me preguntó:
– ¿En qué vas pensando?
Yo, sin levantar la cabeza, le respondí:
– Es que, verás, no sé qué voy a decir cuando en casa me pregunten dónde estuve toda la mañana.
Él, con su mejor sonrisa, tirando suavemente de mi barbilla, levantaba mi cara hasta que nuestras miradas se encontraban y, con tono cordial, me decía:
– Diles la verdad. Simplemente, la vedad. Los hombres dicen siempre la verdad, y si lo que has hecho no es de su agradado, no vuelvas a hacerlo, pero sobre todo y por encima de todo, has de decir siempre la verdad.
– ¿Tu nunca has dicho mentiras? -le pregunté ingenuamente, en cierta ocasión.
Soltó una carcajada, al tiempo que me decía:
– Eres los demonios, rapaz ¡Hay qué ver lo que se te ocurre preguntar! Sabes –continuó-, a veces decimos cosas que creemos ciertas, porque así nos las han contado, o porque así las hemos interpretado, y sin embargo no lo son. En ese caso estamos disfrazando la verdad, pero inconscientemente y, a lo sumo, se nos podrá acusar de inconscientes, pero no de embusteros; aunque, a decir verdad, no sé que es peor, porque la mentira, dicha con intención o por inconsciencia, no deja de ser mentira.
– Mi tío –dije yo- me dice que al que miente le salen cuernos.
Esta vez la carcajada debió oírse hasta en el pico de El Pando.
– Según la teoría de tu tío, las cabras son muy mentirosas –dijo mientras seguía sin poder contener la risa-. No digo que no guarden cierta relación la mentira y los cuernos, pero… bueno, mejor dejamos ese tema –decía carraspeando, como si ciertas palabras arañasen su garganta-, y a cambio, cuando lleguemos a casa, mientras descansamos del trabajo de no haber pescado nada, te contaré una historia que, hace muchos años -recién había llegado yo a estas tierras-, siendo aun muy joven, me contó un anciano brañeiro del pueblo, que a su vez, cuando él era un niño, había escuchado de su abuelo. Algún día -al menos eso espero-, cuando tu tengas nietos, se la contarás a ellos, al tiempo que recordarás a tu viejo amigo.
Cuando llegábamos al final del camino de Sanceo, frente a la rodera del prado del Cazador, nos encontramos con el tío José –así le llamaban todos en el pueblo- que con el ceño fruncido y la sequedad de costumbre –jamás vi una sonrisa en el rostro de aquel hombre-, preguntó:
– ¿Qué, Manuel, pescaste muchas?
Manuel –tal era el nombre de mi viejo amigo-, mientras hacía gestos de colocarse la boina y al tiempo que se quitaba el grueso pitillo de la boca, respondió:
– Pues verás, José, la verdad es que bastantes menos de las que pensaba coger.
El tío José, puede que, hasta sin haber escuchado la respuesta, continuó su camino sin decir otra palabra, ni siquiera, un simple hasta luego. Estaba claro que a él lo que menos le importaba eran las truchas que Manuel hubiera podido pescar.
Percatándose Manuel de mi extrañeza –le miraba yo un tanto confuso-, se paró y me dijo:
– Ya sé lo que estás pensando. Crees que he mentido ¿no es cierto?
No respondí –creo que no podía-. ¿Cómo podía él adivinarme el pensamiento? Pero lo cierto es a mi entender, él no le había dicho la verdad al tío José, puesto que no había pescado ninguna.
Como si mis pensamientos estuviesen escritos en mi frente, mirándome fijamente, continuó:
– Verás, mi joven amigo, yo no he mentido. Puesto que pensaba pescar alguna y no pesqué ninguna, no hay duda que pesqué bastantes menos de lo que yo esperaba; lo único, en todo caso, es que no respondí con claridad a su pregunta. La verdad no siempre se presenta clara y diáfana, y no por ello deja de ser verdad; únicamente, hay que saber llegar a ella, aunque justo es reconocerlo, a veces no resulta nada fácil.
Asentí con la cabeza, pero en realidad, no comprendí lo que quería decirme, y él, como adivinando nuevamente mis pensamientos, me dijo:
– No te rompas la cabeza; algún día, cuando seas mayor, seguro que lo entenderás.
Cuando llegamos a la Casona, nos sentamos en aquella enorme piedra –años más tarde no me parecía tan grande- y Manuel, después de apoyar la vara con el tenedor atado a un extremo, sacó una petaca y un librito y, con toda la parsimonia imaginable, se puso a liar uno de aquellos cigarrillos, más gordos que mi dedo pulgar y que rara vez no llevaba entre los labios. Después de enrollar la mecha del chisquero con el que acababa de encender el pitillo, dio una calada, con tal intensidad, que el humo inspirado parecía no encontrar la salida hacia el exterior de aquel fornido pecho. Pasados unos interminables segundos, a medida que el humo iba saliendo de su boca, su rostro reflejaba el placer que ello le producía, y una vez expulsado totalmente, comenzó diciendo:
– Lo que voy a contarte, sucedió, según me contó el viejo brañeiru, hace muchos, muchos años y, como él me dijo, en cada generación habrá un anciano, como yo, que se lo contará a un joven como tú, y así continuará sin romperse la cadena. Esto, a pesar de que nada de ello quede escrito, hará que la leyenda se perpetúe en el tiempo.
Durante unos instantes, mientras permanecía en silencio, fijó la vista en el horizonte, allá por encima del alto de la Pinietsa. No sé si para observar el azul del cielo o si para recordar la historia. Tras carraspear un par de veces, como si temiera que las palabras se negaran a salir de su garganta, adoptando un aire de cierta solemnidad, empezó su relato:
Vivía en Villager, cuando en el pueblo no había más allá de una docena de vecinos, un hombre llamado Ataulfo, con el que la madre naturaleza había sido, en lo que al físico se refiere, extremadamente generosa; si bien, por el contrario, un tanto exigua había sido su dote en lo concerniente a materia gris. Sobrepasaba Ataulfo los dos metros veinte de estatura; de complexión atlética, poderosa musculatura y con un peso que rondaba los ciento noventa kilos. Dotado de extraordinaria fuerza, hasta tal extremo, que en cierta ocasión, cuando acarreaba estiércol para una de sus tierras, una de las ruedas del carro se hundió en una hendidura del camino, y como quiera que los esfuerzos de la pareja de vacas que de él tiraban, para desatascar la rueda, resultaban baldíos, Ataulfo no lo dudó un instante: se quitó la chaqueta, se metió bajo el carro y, poniéndose de rodillas, apoyó su corpulenta espalda contra el piso del mismo, y empujando hacia arriba, no solamente consiguió desatascar el carro, sino que también logró poner sobre sus patas a una de las vacas que, en el esfuerzo por arrastrar el carro, había hincado las rodillas en el suelo del camino.
Era Ataulfo hombre de nobles sentimientos y siempre dispuesto a ayudar a sus vecinos; cosa que no sucedía con frecuencia, ya que estos le rehuían sin siquiera intentar disimularlo. El motivo de esta repulsa era consecuencia del fiero aspecto que, unido a su corpulencia, daban a su rostro, dos profundas cicatrices que, partiendo de la sien, llegaban hasta su cuadrada y poderosa mandíbula. Tales cicatrices, al igual que otras labradas en su pecho, habían sido ocasionadas por las afiladas garras de un oso.
Sucedió una mañana de primavera, cuando aún las laderas del Miro se veían salpicadas por blancas manchas de nieve, mientras caminaba Ataulfo, acompañado por su fiel mastín, por la estrecha senda que conduce de Buenverde a Brañarronda. Hacia la mitad del camino, en una fuente que hay al lado de la senda, un oso, un macho de considerables dimensiones, saciaba la sed que la hibernación le había producido. Al verlo, el mastín, puesto en posición de ataque, mostraba sus poderos colmillos, a la vez que emitía violentos ladridos. El plantígrado, haciendo caso omiso de los ladridos del mastín, se fue hacia él, y propinándole un tremendo zarpazo lo lanzó a varios metros de distancia, cayendo el fiel amigo de Ataulfo, mal herido, entre un matorral de urces y piornos. Debió pensar el oso que aquel perro podría ser un estupendo festín, y acto seguido, se fue hacia él –el mastín se hallaba inconsciente- con la malévola intención de rematarlo. Sin embargo, su trayectoria se vio interrumpida por Ataulfo que, brazos en posición de defensa, se disponía a vender cara la muerte de su fiel amigo y la suya propia. Los poderosos bíceps de Ataulfo amenazaban con reventar las mangas de su camisa; el oso, al ver en su camino algo que no esperaba, se levantó sobre sus patas y, al tiempo que lanzaba sobrecogedores bramidos – por si solos hubiesen bastado para helar la sangre de alguien que no fuera Ataulfo- soltó un manotazo que, Ataulfo –auténtico atleta- consiguió esquivar, si bien, sólo en parte, ya que no pudo impedir que las uñas del plantígrado, como afilados cuchillos, rasgaran su mejilla. La sangre que abundantemente corría por su rostro, no inquietó lo más mínimo al bravo brañeiru que, más enrabietado, si cabe, soltó un derechazo a la cabeza del oso, que hubiese tumbado a cualquier hombre, pero que el animal, aunque acusó el efecto del puñetazo, lo encajó sin tambalearse. Un segundo zarpazo rasgó la camisa y los poderosos pectorales de Ataulfo, que a punto estuvo de correr la misma suerte que su perro, logrando, sin embargo, reponerse en pocos segundos. El mastín, que con los bramidos del oso y los gritos de Ataulfo durante aquel terrible combate entre dos colosos, a vida o muerte, había vuelto a dar señales de vida, empezó a ladrar con la poca energía que aún le quedaba. El oso, al oír los ladridos, giró sobre sus patas, momento que Ataulfo aprovechó para pegarse a su espalda, y rodeándole el cuello con su brazo derecho, empezó a presionar, ayudado por su mano izquierda, que aferrada a su muñeca derecha conseguía el efecto de una llave de carraca. El oso hacía esfuerzos desesperados por deshacerse de aquella llave que, poco a poco, iba cerrándose en torno a su tráquea impidiéndole la respiración. Al no conseguirlo se dejó caer al suelo con ánimo de aplastar a Ataulfo, pero éste seguía aferrado a aquel poderoso cuello como si de un apéndice del mismo se tratara. Después de unos minutos de tremendos forcejeos, teñidos ambos –hombre y fiera- con la sangre de Ataulfo, los bruscos movimientos del oso empezaron a bajar de intensidad, hasta que, exhalando un último bramido, quedó inerte. La llave de carraca que Ataulfo le había puesto en el cuello con sus poderosos brazos, había terminado por estrangular al plantígrado.
Pasados unos minutos, Ataulfo soltó su presa, y cogiendo en brazos a su herido mastín se encaminó hacia Buenverde, donde, sin pensar en sus propias heridas, a orillas de la otsera, le lavó los desgarros causados por las uñas del oso. Acto seguido, con los trozos de su camisa, los pocos que aun le quedaban, le encanó las heridas como mejor supo. La camisa hecha jirones y teñida con su sangre, sirvió al menos para contener la hemorragia y salvar la vida de su inseparable y fiel amigo.
Dice la leyenda –continuó Manuel- que cuando otros brañeirus que se encontraban en Buenverde, al ver a Ataulfo con la cara y el pecho rasgados y cubiertos de sangre, le preguntaron por el motivo de su lastimoso estado, éste, mientras trataba de lavar las heridas de su mastín, se limitó a decir:
– He tenido una disputa con un oso, junto a la fuente que hay en el camino de Brañarronda. Si queréis su piel, sólo tenéis que ir y desollarlo, vuestra es.
Poco tardaron los brañeirus en encaminarse hacia la fuente para hacerse con la piel del oso que, efectivamente, allí se encontraba tendido sobre la hierba de la senda; sin embargo, como ocurriera con el gran pez de Santiago, el viejo pescador cubano, el oso no estaba solo: cuatro hambrientos lobos habían comenzado a devorarlo; poderosa razón, por la que los brañeirus hubieron de renunciar a su piel. A partir de aquel día, cuando se referían a la fuente, siempre decían: la del oso. Aquel incidente, parece ser, dio nombre a la fuente que actualmente conocemos como “La fuente el oso”.
No había médico en Villager. Nadie curó debidamente las heridas de Ataulfo, y aunque por su extraordinaria naturaleza pudo superarlo, las cicatrices que en su cuerpo quedaron, produjeron otras más profundas en su alma, convirtiéndole, para el resto de su vida, en un ser solitario y misántropo. Años más tarde, siendo Ataulfo ya un anciano, salió un atardecer de su casa y después de caminar unos metros se paró, volvió sobre sus pasos y deteniéndose frente a la que, hasta ese día, había sido su morada, quedó unos instantes contemplándola como si de ella por última vez quisiera despedirse. Cuando reanudó su marcha, en dirección al monte, por aquellas profundas cicatrices que tanto horror habían causado a sus vecinos, dos lágrimas se deslizaron hasta mezclarse con en polvo del camino. Se fue solo, sin que siquiera su inseparable mastín pudiera acompañarle –hacía años que había muerto a consecuencia de las heridas producidas por el oso- y, jamás regresó. Aquella noche, los vecinos de la parte alta del pueblo, escucharon repetidamente el escalofriante aullido de los lobos.
Algo habia oido yo sobre esa leyenda pero no la conocia totalmente. Aunque solo sea una leyenda me gusta porque conozco la fuente el oso y siempre me pregunté porque tenia ese nombre.
Ya echaba de menos tus relatos, hacía ya un tiempo que no me asomaba a tu blog, y hoy al entrar y ver uno nuevo, me he alegrado de que otra vez podamos disfrutar leyendo tus vivencias y tus recuerdos. Me figuro que todo lo que has recorrido, por lo que cuentas, casi siempre trabajando, te ha dejado la satisfacción de haber visto tantos lugares interesantes y tan diferentes culturas que ahora al compartirlo con nosotros a través de tus escritos, lo vuelves a revivir y a recordar con nostalgia, con la misma nostalgia que recuerdas a tu viejo amigo minero con el que te sentabas a filosofar sobre la mentira o el no decir siempre toda la verdad, lo que es parecido pero no igual.
En cuanto a la leyenda del nombre de la Fuente del Oso, me ha gustado mucho, no la había oído nunca, y como toda leyenda seguro que tiene bastante de cierto, siempre he pensado el porqué de los nombres de todas las fuentes y los montes de las brañas, tantos como hay, siempre tendrán su puntito de relación, solo falta el que alguien nos lo pueda enseñar.
Y hablando de leyendas, cuando éramos unos guajines, recuerdo preguntarle a mi abuelo Manolo el Cazador, el porqué de llamarle el Cazador, si según nos decían en la familia, lo único que cazaba eran las tajadas del plato. Era un hombre bueno, pacífico y socarrón dónde los haya, y como decía, la escopeta solo la conocía de nombre, así que teníamos curiosidad de por qué ese apodo. Nos contaba que se remontaba a un tataratataratatarabuelo que en una ocasión yendo a buscar una vaca que se había perdido, y estando el tiempo invernizo, descolgó, por si acaso, la escopeta que tenía colgada de un clavo y echándosela al hombro cogió el camino de la braña a ver si daba con la vaca. Después de mucho caminar, y en lo más intrincado del monte, de buenas a primeras se topó de frente con un enorme oso pardo que al verlo se plantó sobre las patas traseras gruñendo y enseñando unos colmillos aterradores. Cuentan que mi antepasado con una tremenda sangre fría, se quedó mirándolo de frente y sin más, le dijo, “¡Ey!, apartas tú o aparto you, o doite pa un cigarro…” Y dice la leyenda, que el oso más sorprendido que asustado, dio media vuelta y se internó en lo más profundo de la espesura del monte…
Esta es la leyenda que nos encantaba oír contar a mi abuelo, y a la que no le permitíamos cambiar ni una coma, leyenda que nos relataba los inviernos delante de un tamborau de castañas, allí de calecho, con toda la familia alrededor de las brasas del fuego hecho sobre las chábanas de la cocina de casa…
Que las Leyendas sigan alimentando nuestra ilusión, y que sirvan para recordar y compartirlas con los buenos amigos.
Besos,
Guaja.
Hola Guaja,
Creo que has repetido el mensaje, pero no importa. Como reza el dicho: nunca por mucho trigo fue mal año”.
Ya ves lo que son las cosas: la yenda de tu antepasado y la que me contó a mí el viejo minero de Villager, sin ser totalmente iguales, si que tienen un parecido, pues en ambas el protagonista es un oso. Ese antepasado vuestro, seguramente era de Rabanal, pues allí también hay una casa que sigue llamándose “la casa del cazador”. Según esa teoría, vosotros descendéis de Rabanal; claro que esto, no me hagas mucho caso, sólo es una teoría.
No quiero terminar este comentario sin darte las gracias por haber escrito en este blog, igual que agradezco a Cazafouces -no sé quien es- que también se haya decidido a escribir unas líneas.
Un abrazo
Piorno
Pues claro que he repetido el mensaje. Ya me ha pasado en varias ocasiones que estando escribiendo algún mensaje en el Foro de Villager (q.e.p.d.), de repente y sin saber por qué, desaparece.Así me ha pasado en esta ocasión, y en vista de lo cual volví a escribir lo que más o menos quería decir. El caso es que han salido los dos. Perdona el fallo que ha sido involuntario. Si te parece y puedes, borra uno de los dos, pues quien lo lea, pensará que soy muy repetitiva. En cuanto a los orígenes de mi abuelo, efectivamente era de Rabanal, de una familia muy numerosa, creo que eran, si mal no recuerdo, trece hermanos, entre ellos alguno cura, cosa muy frecuente en aq
No se que le ocurre a mi ordenador, de repente hace lo que quiere. Ya no me atrevo a seguir escribiendo. ¡Por favor, borra todo lo que sobra…
Hola Guaja,
No culpes a tu ordenador. Déjame que te explique: Como entraban comentarios que nada tenían que ver con lo que yo había escrito, sino más bien con la intención de vender algo y, a veces, incluso de nsultarme, lo que hice es que ningún comentario aparece sin que yo lo lea y lo autorice. Si escribes un comentario cuando yo no estoy en casa, evidentemeente, no te aparecerá escrito hasta que yo lo autorice. Todo ello por los motivos que te comentaba.Asi pues, cuando te apetezca escribir algo, aunque no venga al caso, puedes hacerlo tranquilamente, y cuando yo lo lea lo autorizaré. Siguiendo tus indicaciones borraré uno de los mensajes repetidos.
Un abrazo
Piorno
Buen relato, e inmejorable la descripcion de mi abuelo.