UN SUSPIRO EN EL VIENTO

Un triste acontecimiento sucedido recientemente en Madrid, concretamente, el del cierre del emblemático Café Comercial, el de la Glorieta de Bilbao, que tras 128 de existencia cerró sus puertas para siempre, trajo a mi mente el triste recuerdo del cierre de otros dos establecimientos que, de alguna forma, contribuyeron a conformar una parte importante de mi personalidad: La Cantina de Villager y el Café Balmoral de Madrid.

El Café Comercial tras más de un siglo de singladura –desconozco los motivos- quizá no queriendo ser testigo del incierto devenir a que parece abocada la que otrora fuera villa y corte, ha preferido hacerse a un lado y conservando el recuerdo y la esencia de aquel Madrid rebosante de cultura y buenas formas, ha preferido arribar a puerto y echar el ancla definitivamente. Desde que en Marzo de 1897 iniciara su singladura o, lo que es lo mismo, en sus mas de 100 años de historia –historia de Madrid- a sus tertulias, mientras saboreaban un buen café, asistieron importantes personalidades de las letras y las artes, tan relevantes como los hermanos Machado, Jardiel Poncela, Pérez Galdós, los Paso, Rafael Sánchez Ferlosio; renombrados periodistas como Cortés Cavanillas, Jaime Capmany, Mingote, Evaristo Acevedo, Rafael Azcona; famosos artistas como Celia Gámez, Fernando Rey, Zori Santos y Codeso y Antonio Casal; destacados músicos como Sorozábal, Luna y Muñoz Román, entre otros.

Si al Café Comercial le contemplan 100 largos años de la historia de Madrid, a la Cantina de Villager –salvando las distancias- le contemplan casi 100 años de la historia de Laciana. Y –que nadie me lo recuerde porque de sobra lo sé- aunque intelectualmente no sean comparables los participantes en las tertulias de uno y otro establecimiento, en el ámbito particular de cada cual, tan importantes fueron los unos como los otros. Si bien el Café Comercial representa más de un siglo de la historia de Madrid, de la Cantina de Villager puede decirse que ha marcado una época en Laciana. De mí, cuando haya transcurrido el tiempo y yo no sea más que un vago recuerdo en la mente de mis descendientes, me gustaría que se dijera que pertenecí a la época de La Cantina. Incluso hubo quien su nacimiento coincidió casi con el de la Cantina y, su muerte, como si el cierre del emblemático local fuera superior a sus fuerzas, coincidió igualmente con su cierre. Me estoy refiriendo a uno de sus más asiduos y leales parroquianos: José Álvarez –más conocido como Pepín-. Fue cerrarse la Cantina y Pepín nos dejó para siempre. Yo, cuando recuerdo los coloquios de entonces, siempre recuerdo a Pepín. Sigo contemplando su tranquila y oronda imagen, de pie, apoyando la espalda contra el mostrador -en su rincón favorito- en la confluencia de ambos mostradores, con su vaso de blanco manchado sobre el mostrador, que Luciano, con esmerado celo, se encargaba de que el nivel del dorado líquido no descendiera más de lo debido.

En cuanto al Café Balmoral, como ya lo mencioné en su día en la página de Villager; concretamente en 2005, fecha en que cerró sus puertas, quiero traerlo hoy, nuevamente, a mi blog, pues su recuerdo, como el de la Cantina, por motivos, quizá diferentes, pero muy parecidos, en el fondo, permanecen vivos en mi mente. Aquel café, no sólo contribuyó a formar buena parte de mi personalidad, sino que fue parte importante en la deriva del rumbo que, a partir de entonces, marcaría mi futuro:

Recuerdo con nitidez mi primera visita al Balmoral. Para poder entrar en aquel establecimiento, estrené mi primera corbata y mi primer traje. En aquel entonces no se concebía que varón alguno traspasara el umbral de sus puertas sin ir ataviado de traje y corbata. Fue un regalo que un señor de Madrid que veraneaba en El Villar de Santiago, y que, probablemente, como consecuencia de las buenas relaciones que mantenía con mis parientes, tuvo a bien hacerme cuando cumplí los dieciséis años. Hacía escasamente dos años que Jacinto San Feliú se había hecho cargo del Balmoral cuando entré allí por vez primera; posteriormente habría otras.

Don José –así llamaban mis parientes al padre de la familia madrileña que, año tras año, veraneaba en El Villar-, me tenía en gran estima. Quizá porque había perdido un hijo de mi edad. Quizá, también, porque yo les guiaba en sus excursiones por los montes del Villar, Rioscuro, Sosas, Rabanal, Villager y Orallo; montes que yo conocía como la palma de mi mano, por cuyas sendas podría caminar con los ojos vendados sin miedo a extraviarme. Don José, con cierta asiduidad, gustaba reconocer mis conocimientos del medio, diciéndome que me estaba muy agradecido y que algún día compensaría mis atenciones y las de mi familia; comentarios que a mí, si bien me procuraban una momentánea satisfacción, no me llevaban a ningún otro tipo de reflexión pues, a mi entender, esas son cosas que se dicen, pero que, por lo general, pronto se quedan en el olvido. Pero hete aquí que un día, mientras regresábamos de la braña de San Justo, me preguntó si conocía Madrid. Algo debió ver en la expresión de mi rostro, ya que sin dejarme responder, me inquirió:

– Que edad tienes, exactamente?

– Pronto voy a cumplir los dieciséis, don José –respondí-. Concretamente, dentro de mes y medio.

Me miró sonriente –tenía don José una sonrisa franca y agradable- y, poniendo una mano sobre mi hombro, me dijo:

– Cuando cumplas dieciséis años, y si tu familia lo autoriza, te llevaré una semana a Madrid para que lo conozcas; será mi regalo de cumpleaños. A propósito ¿tienes corbata?

– ¿Corbata? –pregunté extrañado- para qué la necesito, si no tengo traje.

– En ese caso, mi regalo, además de una semana en Madrid, serán un traje, una corbata, una camisa y unos zapatos.

Aquella noche no pude pegar ojo. Me veía vestido como un gran señor. Como los galanes que salían en las películas, aquellas que, de vez en cuando, solía ver en el viejo cine de don Gerardo, en Villablino.

Dos días antes de mi cumpleaños, a eso de las diez de la mañana, cuando estaba suñiendo la pareja para engancharla al carro -era época de abonar las tierras-, un antepasado de Pipo, llamado “Rhin”, empezó a ladrar casi al mismo tiempo que sonaba el claxon de un coche delante de las portonas del corral. Sujeté a Rhin con la cadena a una argolla, abrí el portín y, allí, aparcado justo delante de las portonas, limpio y reluciente como una estrella en noche de verano se encontraba el Citröen Once Ligero –más conocido como “El Pato”- de don José, con él al volante. ¡Qué bonito! ¡Qué maravilla de coche! –pensé-. Lentamente –yo diría que con intencionada parsimonia- salió don José del coche y, al tiempo que mostraba su agradable sonrisa, me dijo:

– Vengo a cumplir mi promesa. ¿Estás dispuesto a venir a Madrid?

Me quedé alelado. Era incapaz de articular ni una sola silaba. Habían transcurrido algunas semanas desde que me hiciera aquella promesa mientras bajábamos de San Justo y, la verdad, creyendo que sólo habían sido unas bonitas palabras, ya lo había olvidado por completo. Cuando por fin pude recuperar el habla, apenas si puede balbucear:

– Bueno… verá usted, don José… el caso es que lo había olvidado; yo ni siquiera lo comenté en casa. No lo esperaba, y ahora… bueno, tendría que consultarlo con mi familia, y mucho me temo que no estarán de acuerdo.

– Bien. En ese caso –dijo don José- será mejor que hable yo con ellos. Si, como espero, tu familia está de acuerdo, tendríamos que salir hoy mismo, después de comer.

Cien potros salvajes pateando mi pecho no habrían acelerado tanto mi ritmo cardiaco como mi corazón lo hacía en aquellos momentos. Tuve que pellizcarme varias veces para constatar que no estaba soñando. ¡Cielo Santo, yo a Madrid! Me imaginaba la cara de envidia que pondría mi amigo Manolo Josefón cuando se enterara. Cuando volví de descargar el carro de abono y me encontré con D. José, su amplia sonrisa me hizo pensar que mi familia había dado el visto bueno al viaje. Desengancha la pareja y prepárate que nos vamos –me dijo-.

A las tres y media de la tarde, sentado en el asiento del copiloto, y con el pecho a punto de estallar de alegría, salimos para Madrid. Cuando puso el coche en marcha, antes de llegar a la carretera general, viendo como los vecinos se asomaban a las ventanas para ver el coche, le pregunté:

– Don José, ¿puede abrirme la ventanilla mientras vamos por las calles del pueblo?

– ¿Y para qué quieres abrirla si no hace calor?

– Quiero que me vean los vecinos que se asoman a las ventanas a ver el coche.

Sonrió don José, mientras me decía que diera vueltas a la manivela que estaba anclada a la portezuela, no sin antes advertirme que no sacara la cabeza por la ventanilla. El viaje hasta Madrid fue como un cuento de hadas para mí. Yo, que a lo único que me había subido era a un carro de vacas, y que jamás había traspasado los límites de Laciana, aquel viaje resultó una experiencia inenarrable.

Vivían don José y su familia en pleno corazón del Barrio de Salamanca; concretamente, en la Calle Hermosilla. Justo en esa misma calle, en el número 10, casi haciendo esquina con Serrano, se encontraba el Café Balmoral. Jamás podré olvidar mi primera visita. Tuve que ir cogido, literalmente, de la mano de don José. Al cruzar el umbral sentí un fuerte temblor en las piernas, tanto o más de lo que me temblaron una noche de invierno que, con nieve y noche cerrada, cuando volvía andando de Villager, y poco después de salir de Rioscuro, me encontré con dos lobos en medio de la carretera. La corbata, recién estrenada, más me parecía un dogal que una prenda de vestir. Me faltaba aire y un sudor frío comenzó a empapar todo mi cuerpo, a la vez que una sequedad indescriptible se apoderó de mi garganta impidiéndome tragar la saliva. Don José, periodista, escritor y hombre de mucha experiencia, pronto se percató de mi problema y, poniendo una mano sobre mi hombro, se llevó la otra a la cabeza –ese gesto clásico que solemos hacer cuando olvidamos algo- y, sin mas preámbulos, dimos media vuelta y salimos del local. Torcimos por la esquina hacia Serrano y dimos un largo paseo hasta que, poco a poco, el sudor fue desapareciendo, la sequedad de la garganta desapareció y el color volvió a mi rostro. Cuando regresamos al Balmoral, después del paseo y la charla de don José, animándome, yo ya me encontraba más calmado, aunque la corbata seguía amenazando con estrangularme.

El “Balmoral” estaba decorado con un raro estilo “Tudor”. El rojo y el ocre dominaban paredes, techos, mesas y sillas. Don José, con mucha discreción, señaló una mesa larga situada a la derecha y, con voz casi imperceptible, me hacía saber los nombres de los allí sentados: “El primero de la izquierda –me decía- es el Conde de Teba; el que está a su derecha es Santiago Muguiro; los dos que están frente a él, son el Conde de Llobregat y Luis Martínez de Irujo, y el de la cabecera es el Duque de Lerma”. Sinceramente, aquellos nombres a mí no me decían absolutamente nada. Mientras caminábamos hacia el fondo de la sala donde podía verse una apagada chimenea, cruzó ante nosotros, sin hacer gesto alguno, un hombre muy elegantemente vestido. Don José, cuando el otro hubo pasado, me comentó, con voz susurrante: “Es el Marqués de Salobral, y bajando aún mas la voz, apostilló: ¡Un veneno! Como un día se muerda la lengua no hay médico que lo cure”. Continuamos hacia la mesa del fondo, cerca de la chimenea. Aquella era la mesa donde celebraban sus tertulias periodistas y escritores. Sentados a la mesa se encontraban, en la cabecera, Eugenio Suárez; a continuación, Francisco Aldave; al lado de éste, el mayor de los Ussía y, frente a él, Bustamante. Al ver a don José, se levantaron y le saludaron efusivamente. Ante las miradas inquisitorias –hacia mi persona- de los personajes mencionados, Don José me presentó como un amigo de la familia.

Aunque entonces yo no fuera consciente de ello, me cupo el enorme honor de sentarme a la mesa y tomar parte –de forma pasiva, por supuesto- en una de las tertulias literarias más importantes del Madrid de aquella época.

Con el paso de los años, como todo en la vida, El Balmoral sufrió un sustancial cambió. Tuve ocasión de visitarlo poco antes de cerrar sus puertas para siempre. De aquel Balmoral de Jacinto Sanfeliú, al de ahora, mediaba un abismo. De aquel elegante bar, al que la prestigiosa revista “Newsweek” catalogara en 1.987 como el mejor bar de Europa, ya no quedaba prácticamente nada.

La desaparición del Café Balmoral, entonces; posteriormente el cierre de nuestra querida Cantina y, ahora, el reciente cierre del Café Comercial, me hicieron reflexionar sobre el irremediable y triste fin que el paso del tiempo trae consigo. Con frecuencia olvidamos que todo en esta vida es transitorio, que nada ni nadie perdura en el tiempo. Sería conveniente, de vez en cuando, hacer una reflexión sobre el incuestionable hecho de que nuestro tránsito por este mundo tiene la misma duración que un suspiro en el viento.

 

 

 

 

 

 

 

 

4 thoughts on “UN SUSPIRO EN EL VIENTO

  1. Amigo Piorno:
    Al leer tus vivencias sobre lugares tan emblemáticos, que marcaron tu devenir por la vida, el día de hoy es uno de los momentos que, sin duda, marcarán la mía, y no por el cierre de un lugar emblemático, sino, por una pérdida más dolorosa, la de un gran sierense.
    Con un enorme sentimiento de tristeza acabo de llegar a casa, después de haber asistido al funeral de una buena persona. Para la mayoría de los habitantes de Siero era, José Aurelio: abogado, colaborador de prensa, exalcalde, vocal de la Asociación Prau Picón… Pero para mí era el padre de Lucía e Isabel. La primera fue mi alumna hace algunos años y la menor sigue siendo alumna del colegio donde ejercí casi una treintena de años. Solamente pudo cumplir 51 años y deja tras de sí esposa y dos hijas, una adolescente y la otra aún niña.
    Como suele suceder en estos casos, la corporación decretó tres días de luto, se le concedió la medalla del Concejo…
    Tal fue la muchedumbre que asistió a su sepelio que su esposa, Rosana, estuvo varias veces al borde del desvanecimiento. Cuando llagó mi turno para expresar mis condolencias, sólo pude balbucear un “lo siento”. Después me acerqué a Lucía, mi alumna, para decirle que tenía que ayudar a mamá y a Isabel, que tenía que ser fuerte y le ofrecí mi ayuda como cuando era su maestro. Ella, con sus 16 años recién cumplidos, asintió y me dio las gracias y un beso de despedida.
    Hoy Siero llora la muerte de una persona honesta, honrada, prudente, tolerante, amable, humilde… ¿Serán estas virtudes la causa de haber abandonado la política hace años?
    Perdona por utilizar tu foro como paño d lágrimas.
    Un saludo. Nos veremos el día de San Lorenzo.

  2. Amigo Teofichu,

    Me imagino como te sientes. Quien más quien menos -no descubro nada nuevo- sabemos por experiencia lo que se siente en esos momentos, máxime tratándose de una persona cercan y con tantas virtudes que, como muy bien insinuas, son mérito suficiente para alejarse de la política, Pero, amigo Teofichu, la vida es así de cruel. Y, despúes de todo, es de suponer que la situación económica de la viuda -visto lo que era su marido- debe ser buena; de otro modo, el problema se magnificaría, pensando, sobre todo, en el porvenir de esas niñas.
    No pidas discupas por utilizar este blog. En primer lugar, en este blog, siempre que se haga con educación, puede escribir quien quiera y sobre lo que quiera; en segundo lugar, te quedo agradecido por tu confianza.
    Espero verte por San Lorenzo. Si hay partido de fútbol en el prao del Cazador, seguro que nos veremos.
    Un abrazo.

  3. Los recuerdos amigo Piorno, aunque sean tristes te ayudan a seguir soñando, porque ellos te conducen a otros llenos de hermosas vivencias.
    El cierre el Café Comercial tan lleno de recuerdos para los amantes de las tertulias literarias, ha sido el feliz causante de tu crónica “Un suspiro en el viento” que nos da una imagen tan genuina y bella de aquel Madrid que a pesar de todo y de sus penurias económicas, tenía algo de lo que hoy carece “estilo”
    Tu conocimiento y entrada triunfal en el Café Balmoral estimado amigo, es de “película” y muy de acorde con la época, donde personas como D. José contaban con ese don altruista y desinteresado tan digno. Siento una sana envidia de tu aventura en el Balmoral, ya que en esa época también vivía en Madrid, pero los cafés y demás establecimientos como bien sabes nos estaban vedados.
    Ahora bien, lo que si he compartido contigo han sido felices y entrañables momentos en la Cantina de Villager, y estos si están ahí muy bien guardados, en lo mas profundo de mi corazón en compañía de tan buenos amigos de aquella recordada época.
    Si amigo mío, somos poco mas de lo que refleja el titulo de tu artículo, también lo dijo el poeta: <>
    Es un placer leerte.
    f.m.b.

  4. Mi buen amigo Nano35,

    Tus -como siempre- bien trazadas líneas, siempre cargadas de componenetes poéticos, están cargadas de razón. El estilo y el altruismos de otros tiempos parece perdido en la noche de los tiempos. Ignoro si es nostalgia o realidad; tal vez sea que con el paso de los años vemos las cosas de diferente manera, pero, honestame, me quedo con aquello.
    No sé si realmente mi primera visita el Balmoral fue, como tu mencionas, de película, pero sí puedo asegurarte que fue un golpe de suerte que cambió radicalmente mi futuro. Nadie puede asegurar si fue para bien o para mal, pero la emoción que yo sentí aquel día es indescriptible; tanto como el gradacemiento y admiración que, desde entonces y hasta que llegue mi salida de este mundo. profeso y profesaré por D. José.
    Nuestros entrañables encuentros en la Cantina de Villager, en compañia de nuestros queridos amigos, son, igualmente, inolvidables.
    Gracias por tus bellas palabras.

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