SE LLAMABA MANUEL

 A pesar del sombrero de paja que cubría su cabeza, el sol, en aquel día del mes de Julio, ya camino de las doce del medio día, empezaba a pesar como una losa en el ya, de por sí, lento caminar de un hombre de avanzada edad. Aquel camino, desde Orallo hasta San Miguel –su lugar de residencia- lo había recorrido él durante años, día a día y año tras año, mientras trabajó en la mina. Ahora, aparte de la recomendación de su médico, de caminar todos los días media docena de kilómetros, le resultaba muy agradable recorrer aquel trayecto; en parte, por la tranquilidad reinante a lo largo del mismo; en parte, también, por los recuerdos que aquellos parajes traían a su mente. Claro que, justo era reconocerlo, la edad, la silicosis y su pierna izquierda, dificultaban considerablemente su caminar, obligándole a realizar varias paradas a lo largo de todo el recorrido.

En aquella soleada mañana de un 16 de Julio, festividad de Nestra Señora del Carmen, solamente había llegado hasta el barrio de los cuarteles. Esta vez, quizá por temor al calor; quizá porque sentía más fatiga que de ordinario; quizá porque su pierna izquierda le causaba demasiadas molestias, o tal vez porque para él, nacido en Cangas de Narcea, el día del Carmen llenaba su alma de tantos recuerdos que resultaban un peso excesivo para sus fuerzas; puede que todo ello le llevara a dar la vuelta antes de llegar hasta el puente de Orallo, puente sobre cuyos pretiles gustaba sentarse y distraerse en la contemplación de las maniobras de los caballistas. Bajo aquel puente cruzaban las vías que iban hacia el plano inclinado del segundo, y, además, para mayor distracción, a su lado, se abría la bocamina que daba acceso a la galería del primero, con el incesante ir y venir de mineros, mulas y vagones. Sentado sobre aquellas bien labradas piedras, aquel hombre, mientras contemplaba aquellas maniobras, dejaba volar sus recuerdos hacia otros tiempos; tiempos ya lejanos, en los que –cosas de la juventud- soñaba con metas que, por lo general, para un minero suelen ser inalcanzables. En ese día no se encontraba con fuerzas para seguir, y tan pronto avistó los cuarteles, giró sobre sus pasos y emprendió el camino de regreso. Poco antes de llegar a la altura de Calderón, frente al prado del pascón de la Viuda de Villager, se detuvo. ¡Aquella dichosa pierna…! Desde que un costero, arreando una guía en la 3 del sexto de Orallo, se la había roto, cada día que pasaba, notaba como las molestias y dificultades de movimiento, iban en aumento. No sin cierta dificultad se sentó sobre la pared del prado, bajo la agradable sombra de un roble, con intención de descansar unos minutos. En aquel prado, dos mozas, dos mozos y un muchacho se afanaban en esmaratsar (esparcir) la hierba segada la víspera. Apenas se había sentado, una de las mozas, cubierta su cabeza con un pañuelo anudado al cuello y, sobre el pañuelo, un sombrero de paja, se acercó él con una bota de vino en la mano y una encantadora sonrisa en su tostado rostro.

– ¿Le apetece un trago? –preguntó.

– Un trago, con este calor, nunca viene mal –respondió- mientras alargaba la mano.

Cogió la bota que la moza le ofrecía, y con un impecable estilo la elevó sobre su cabeza, dejando que el rojo y fresco líquido cayera en su boca, sin derramar una sola gota. Cuando bajó la bota, chasqueó los labios con evidente satisfacción y sonriendo se la alargó a la moza, a la vez que le daba las gracias. A continuación, con marcada parsimonia, sacó de uno de los bolsillos un cuarterón de tabaco y un librito, y con el placer del trago de vino reflejado en su arrugado y curtido rostro, se puso a liar un cigarrillo. Contemplando cómo aquellos jóvenes esparcían la hierba –el muchacho apenas si habría cumplido la edad de 12 años-, vino a su memoria la época en la que él a la edad de 9 años se había visto obligado a realizar, entre otros, aquel tipo de trabajo.

Su mente voló hacia los tiempos de su niñez cuando allá en su Cangas natal jugaba con sus hermanos, varios de ellos más pequeños que él, y aquel recuerdo iluminó su rostro. Su rostro cambió de expresión al recordar cuando, con sólo 9 años de edad, fue entregado por su padre a una casa de labradores del pueblo de Biescas –a escasos 10 km. de Cangas-. Su padre, herrero de Cangas, tenía más hijos de los que podía mantener y, un buen día, cuando un labrador de Biescas le trajo una vaca para herrar y, aprovechando el viaje, preguntó al herrero si conocía algún muchacho joven que quisiera trabajar en su casa de criado, el herrero, ante la posibilid de quitarse de encima una boca, no dudó en ofrecerle a su hijo. Las condiciones del empleo eran muy simples, el niño no tendría ningún tipo de salario, pero sería mantenido, vestido –con despojos, naturalmente- y un jergón de paja sobre un camastro para dormir. A él, evidentemente, nadie le preguntó si estaba de acuerdo, de modo que no le quedó otra alternativa que acompañar al labriego a Biescas. En los primeros días su trabajo consistía en barrer la corte (cuadra de las vacas), el corral, hacer recados, y como coincidió con la época de la siega, hacer justamente lo que aquellas personas estaban haciendo ahora, mientras él descansaba a la sombra del roble.

Apenas si habían transcurrido cuatro o cinco meses desde que había iniciado su trabajo de cridado, cuando la nostalgia del recuerdo de sus hermanos, por una parte, y el duro trabajo, por otra, le llevaron a tomar la derminación de volver a sus casa. Aprovechando un descuido de sus amos se escapó y recorrió, todo lo veloz que sus piernas se lo permitían, aquellos escasos 10 kilómetros que le separaban de su familia.
Con la inocencia lógica de un niño, antes de llegar a casa de su familia, pasó por la fragua para anunciar a su padre que había vuelto. El recibimiento del padre fue acorde con lo que se podía esperar de un padre que entrega a un hijo de 9 años para que trabaje de criado: le dio una soberana paliza y le obligó a regresar a la casa de Biescas.

Al anciano, mientras exhalaba el humo de su pitillo, le pasaban por su mente todos los amargos recuerdos de una infancia que no tuvo. Los seis años que permaneció de criado, sin cobrar un duro, fueron endiabladamente duros; tanto así que cuando cumplió los 16 ya no tenía el aspecto de un muchacho de su edad, su aspecto era el de un hombre curtido. Recordaba su 16 cumpleaños, pues ese día tomó un resolución que cambió el rumbo de su vida. Se recreaba en el recuerdo de la expresión de incredulidad reflejada en el rostro de su amo cuando ambos, de pie, en medio del corral, en un tono que nunca había empleado, le espetó

– Amo, le dejo, me marcho.

– ¿Cómo que te marchas ? –dijo el amo, tras reponerse de la sorpresa- tú no puedes marcharte. ¿Lo sabe tu padre ?

– No, pero supongo que se lo dirá usted, porque yo no pienso hacerlo.

– ¿Pero a donde piensas ir, muchacho? ¿Quién crees que te va a tratar mejor que yo?

–   Me voy amo, lo he decidido y no hay nadie que pueda impedírmelo. Ni usted ni mi padre.

– ¡Pero hombre de Dios! ¿Tan mal te tratamos aquí para que quieras dejarnos? ¿Adónde te vas, si es que puede saberse?

– Me voy a trabajar a las minas de Laciana –respondió.

– ¡Eh..! ¿He comprendido bien? ¿Has dicho que quieres trabajar en la mina y, además, en Laciana?

El labriego no salía de su asombro; la idea de perder al chico no le agradaba, en absoluto, pero aparte de eso, con todo lo que había oído contar de los mineros… El chico era trabajador y, en aquellos tiempos, no resultaría fácil encontrar un buen sustituto –sobre todo tan barato-. Iba de un lado a otro del corral moviendo la cabeza, a la vez que mascullaba frases difícilmente inteligibles:  este guaje no está bien de la cabeza –casi gritaba-. Le hubiera gustado retenerle aunque hubiera sido por la fuerza, pero él ya no era el hombre fuerte de su juventud y temía que si trataba de emplear la fuerza iba a salir mal parado. Paseaba por el corral como un león enjaulado. No se le ocurría nada que pudiera decir para convencerle. De pronto detuvo sus para volver a la carga:

– Mira muchacho –decía con voz no carente de síntomas de excitación-, los mineros son gentes casi en estado salvaje. Son rudos, sin maneras ni sentimientos; lo único que saben hacer, además de trabajar como bestias, es emborracharse y pelearse a navajazo limpio. Tú en ese ambiente no durarás ni un mes. Si a tí, allí, te ocurriera alguna desgracia, ten por seguro que nadie se molestaría en ayudarte. Mira, aquello, por lo que me han contado, es un verdadero infierno. Aunque él había tomado la firme decisión de convertirse en minero, aquellas, más que conjeturas, aseveraciones del labriego, la verdad, le habían metido el miedo en el cuerpo; hasta tal punto, que su firme voluntad, por unos instantes, parecía resquebrajarse. Para darse ánimos, recordaba lo que un minero de Tineo al que había conocido durante las vacaciones del minero en casa de su familia de Biescas, le había comentado a cerca del salario que los mineros ganaban en Laciana. En un tono un tanto compungido, pero al mismo tiempo, sereno y firme, se limitó a decir : adios amo, a la vez que, sin más que con lo puesto, traspasaba la portona del corral para siempre.

Con la mirada fija en la montaña y, mientras liaba un segundo pitillo, el hombre recordaba el día en que se presentó al jefe de grupo de Bolsada. Le acompañaba un vigilante conocido de aquel minero que él había conocido en Biescas. El vigilante, se detuvo ante la puerta del despacho del jefe, haciéndole una seña para que también él se detuviera. Acto seguido llamó a la puerta y esperó a que el jefe, con voz grave, diera permiso para entrar. Frente a la mesa de su despacho, ambos se detuvieron; de pie, casi en tiempo de firmes. El vigilante, dirigiéndose al jefe de grupo, dijo:

– Don Tomás, este es el guaje del que le hablé.

El jefe le había lanzado una mira desde la cabeza hasta los pies, deteniéndose un instante en las manos. Aquella mirada le había producido un efecto casi de parálisis que, a poco, cerca estuvo de acabar con sus huesos en el suelo. Con voz, que le sonaba a trueno, decía don Tomás:

– Pensaba preguntarle si ya ha trabajado usted en algo, pero no es necesario. Veo que sus manos están llenas de callos bien curtidos. ¿Ha sido en la mina?

Pasados los primeros minutos, se había repuesto y nuevamente mostraba la serenidad que en él era habitual. Sin que su voz se quebrara, ni por un instante, respondía:

– No, señor, no he trabajado nunca en la mina. Los callos de mis manos nada tienen que ver con el trabajo de minero, pero créame que sé muy bien lo que es trabajar, pues llevo trabajando desde que tenía 9 años.

Miró don Tomás al vigilante, y en aquella mirada parecía decirle que el chico podía servir; que a pesar de todo, en aquellos tiempos, recién terminada la guerra, cualquier brazo joven era bienvenido. Volvió nuevamente la vista hacia Manuel y, con gesto serio, pero, dibujando en su rostro una débil sonrisa, le espetó:

– Bueno, después de todo, como dice el refrán, cortando cojones se aprende a capar.

Aquellas palabras habían sido un bálsamo para él. En aquel momento supo que le habían admitido. El jefe, dirigiéndose al vigilante, preguntó:

– Dónde cree que podría empezar.

– Necesitamos un guaje en la 3 de Orallo. Podría empezar allí.

– ¿En la 3 de Orallo? ¿En el Tercio? –preguntó el jefe un tanto sorprendido- ¿No será correr demasiado riesgo? En fin… usted verá, García; después de todo, la responsabilidad es suya.

Cuando salieron del despacho, mientras bajaban las escaleras que daban a la vía, algo asustado, había preguntado al vigilante:

– ¿Por qué llaman el Tercio a ese sitio donde voy a trabajar? ¿Es muy peligroso?

– No hagas caso, muchacho, aquí la gente es muy dada a poner apodo a todo, pero, en realidad, la capa 3 de Orallo no es peor ni mejor que otras muchas.

Recordaba la dificultad de los primeros días de trabajo; recordaba el extraño, y para él, hasta entonces, desconocido sabor del carbón; recordaba cómo llegaba a casa sucio y cansado. Realmente, cansado no era la palabra más correcta, porque lo que llegaba era totalmente destrozado. Cuando se acostaba se dejaba caer encima de la cama y no cambiaba de postura hasta que, a la mañana siguiente, sonaba el despertador. Si, no podía negarlo; hubo momentos en los que pensó en tirar la toalla; momentos en que creía no poder soportarlo. A veces, viendo trabajar a sus compañeros, se decía que aquellos hombres, no eran unos salvajes –como había dicho su antiguo amo-, sencillamente, eran hombres que habían sido fundidos en crisoles especiales. Su primer libramiento, aunque el salario no era gran cosa, acostumbrado a no percibir jamás una sola peseta, le parecía todo un capital, lo que le animaba a resistir.

Llegado a este punto, sus recuerdos dieron un salto en el tiempo: recordaba como de guaje pasó de ramplero de 2ª y poco después a ramplero de 1ª . Un año más tarde pasó a ayudante barrenista y cuando apenas llevaba 3 años trabajando, un buen día, creyó explotar de alegría, al escuchar decir al vigilante, que a partir de la semana próxima, obtendría la categoría de barrenista. Barrenar en “El Tercio” , a polvo, como se barrenaba entonces, además de peligroso era garantía de adquirir la silicosis, más pronto que tarde. No era fácil. Se trataba de una capa prácticamente vertical, y sin lugar a dudas, el apodo de El Tercio se lo había ganado a pulso, pero no importaba; el salto de ayudante a barrenista –máxime sin esperarlo- compensaba todos los riesgos. El libramiento, el del primer mes de barrenista, lo guardaba como oro en paño. Sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas al leer la cifra. Algún día –se dijo- he de volver a Bisecas y enseñárselo a mi antiguo amo. ¡Qué equivocado estaba aquel hombre respecto de los mineros! -pensaba- ¡Mira que decir que eran hombres sin sentimientos! Aquello le hizo recordar el día que en un taller de la 3, donde él trabajaba, Andrés, un compañero de Villager, un muchacho de su edad, a causa de un hundimiento, murió aplastado, y en aquel hundimiento él mismo quedó sepultado entre tierra y piedras durante todo un día, hasta que el grupo de salvamento pudo rescatarlos, a él y al cadaver de Andrés. Cuando a su compañero fallecido lo sacaban entre cuatro mineros, uno de ellos, Juanón el de Orallo, un hombre como un castillo –casi 2 metros de estatura y 120 kg. de peso- lloraba como un chiquillo. ¡Valiente patraña le había contado aquel labriego acerca de los sentimientos de los mineros!

Sacó un pañuelo del bolso y se limpió los ojos que, llenos de lágrimas, amenazaban con desbordarse mejillas abajo, mientras que, para sí, se decía: ¡Qué pena no haber podido mostrarle también a su padre uno de aquellos libramientos! A pesar del trato recibido por su padre, siempre que pudo, no dudó en ayudar a sus hermanos, mientras fueron pequeños.

¡Qué lejos habían quedado sus años de juventud! El trabajo en la mina, ciertamente, había sido duro, pero gracias a ello había podido fundar una familia; había podido construir su propia casa en San Miguel, algo que jamás hubiera podido imaginar. Cierto que había dejado la salud horadando las entrañas de la montaña, pero gracias a la mina había sacado adelante a su familia. Hubo un tiempo en que para él representaban un orgullo los premios recibidos de la empresa –Premios que la empresa otorgaba con motivo de la conmemoración de Santa bárbara a los mejores trabajadores, y  ciertamente, él lo había sido, y de los mejores-. Ahora, en cambio, aquello carecía de importancia. Ahora, en su retrospectiva panorámica, lo que le hacía sentirse orgulloso, no eran los premios recibidos, sino el sentido del deber cumplido. El saber que había dado todo por su familia y que había sido capaz de sacarla adelante. De eso era de lo que sentía muy orgulloso. Eso era lo único importante y lo que le permitiría, un día no lejano –él sabía que su fin estaba próximo- poder morir en paz.

Bajó de la pared, posó su pierna izquierda con el máximo cuidado; cogió el sombrero que descansaba sobre una piedra, se lo caló, y sujetando con su mano derecha el cayado, con la otra saludó, a modo de despedida, a los jóvenes que esmaratsaban la hierba, a la vez que, con gesto taciturno, reiniciaba su lento y doloroso caminar. Cuando llegó a Villager entró en la Cantina. Era el día del Carmen, la fiesta de su Cangas natal y, ¿Por qué no? Un vaso de vino sería una buena forma de celebrarlo, además de reponer fuerzas para el resto del camino.

Se llamaba Manuel. Su apellido… bueno, su apellido dejémoslo en el anonimato. Él, como tantos otros mineros, fue un verdadero héroe anónimo mientras vivió; así pues, permitamos que repose del merecido descanso eterno de la misma forma en que vivió: en el anonimato.

4 thoughts on “SE LLAMABA MANUEL

  1. Piorno, tu relato, como todo lo que escribes lleva una carga considerable de emoción. Empleas muy bien la intriga aún cuando sean historias sencillas de gentes sencillas, de tal forma que haces que uno continúe leyendo hasta el final. Hace cosa de un año leí un libro tuyo titulado «Héroes de la Oscuridad y el Silencio» Por tu forma precisa de tratar los temas mineros y por las expresiones que empleas, hubiera asegurado que eres o has sido minero. Más tarde leí otro libro tuyo titulado «Días de nieve». Tu forma de tratar los temas en ese libro, asi como el léxico y la sintaxis, me hicieron cambiar de opinión y pensar que tú puedes ser cualquier cosa menos un minero. Cuando leí ese libro, estando de vacaciones en Villager, quise averiguar quién es Piorno. Estaba interesasdo en saber quién eres porque en él aparacían fotos y comentarios de un familiar mío. Pregunté a varias personas y algunas de ellas, las que te habían leído, me decían que creían que eras de Villager, pero sin estar seguras de quién eras. Recuerdo que, cierto día, en la cantina de Villager, que entonces aún no había cerrado, ante ocho o diez parroquianos pregunté quién era Piorno. Uno de los allí presentes, César Alonso, recuerdo que me dijo: «no hables mal de él que puede oirte». Hice un repaso mental de todos los allí presentes pero no llegué a conclusión alguna. Después de leer este relato, vuelvo a mi primera impresión y creo que si no eres minero algo has tenido que ver con la vida de la mina, porque hay expresiones y comentarios que sólo puede hacerlas alguien que ha trabajado en la mina o que la vivió muy de cerca. Te lo digo por experiencia propia. Yo soy soy de un pueblo de Laciana, aunque hace muchos años que estoy fuera; soy sociólogo y ejerzo la docencia en una ciudad cuyo nombre prefiero omitir, pero soy nacido en una familia minera. Mi padre y todos mis hermanos han sido mineros y, créeme, algo de la mina conozco.
    Creo que he reconocido al personaje de este relato, pero no temas, no voy a delatarlo. Pienso, como tú, que quien ha sido un héroe anónimo toda su vida, merce seguiéndolo después de muerto.
    Para terminar, permíteme decirte que, como todos los años, ya estoy de vacaciones en Laciana y que voy a seguir intentando saber quién es piorno. Una última sugerencia: sigue escribiendo relatos relacinado con nuestra tierra.

  2. Anónimo, Gracias por tus comentarios y, sobre todo, por leer mis relatos y mis libros. Gracias igualmente por no publicar el apellido del héroe del relato, si es que de verdad sabes quien era. Yo también creo saber quién eres tú. Me has dado una pista inequívoca: yo estaba en la cantina de Villager el día que preguntaste quién era Piorno y César te dio la respuesta que tú has mencionado. Como tú dices, queda tranquilo que no voy a delatar tu anonimato.

  3. Gran relato contando la vida de mi progenitor. Siempre que puedo voy a Cangas y en sus ultimos años estaba el conmigo. Si bien es verdad que Laciana le dio un trabajo una mujer y 5 hijos que nunca olvidan sus origenes. Gracias Piorno por tu sensibilidad y a ti Anonimo por saber apreciarla. una pregunta… Piorno estaba yo ese dia en la Cantina?

  4. Difícil saberlo si no sé cual de sus cinco hijos eres, aunque puede que lo imagine. Si eres quien yo creo que eres, te diré que ese día tú no estabas en la Cantina. Aunque han pasado un par de años y mi memoria tiene ya muchas lagunas, creo recordar que ninguno de los cinco hijos de Manuel estaba, aquel día, en la Cantina.

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