La Cantina de Villager

Esto que hoy me dispongo a relatar, sucedió ya hace ya algunos inviernos, no recuerdo exactamente cuántos ni tampoco lo considero importante, pero lo que sí sé es que aquel recuerdo se mantiene tan intacto en mi memoria como si hubiera sucedido hoy. Es uno de esos recuerdos que se graban en nuestra mente con la claridad de una maña de primavera y que permanecen con esa claridad durante toda nuestra vida.

Era un día frío y nublado del mes de diciembre, poco antes de Navidad. Era el clásico día que allí llaman “un día de perros”.La temperatura, a pesar de ser ya medio día, bien entrado, era gélida. Sobre la formidable nevada caída en días anteriores, la más que considerable helada de la pasada noche había encontrado un cómodo aposento sobre el que depositar su escarcha, consiguiendo, además de endurecer la nieve, que el barómetro descendiera unos cuantos grados por debajo de cero. El cielo, cubierto de nubes, a medida que la mañana avanzaba, se tornaba de un color gris plomizo, como advirtiendo que tan pronto como la temperatura subiera unos grados, la nieve haría nuevamente acto de presencia.

Caminando sobre la helada nieve, no sin cierta dificultad -¡Cómo echaba de menos unas buenas madreñas herradas con clavos!- llegué hasta la puerta de la Cantina de Villager y, al tratar de abrirla, un gesto de contrariedad se dibujó en mi rostro al comprobar que el establecimiento aún no estaba abierto. O yo me he adelantado –pensé- o a Luciano, hoy, se le han pegado las sábanas. Dudé si marchar y volver más tarde. Miré hacia el camino llamado de los Farineiros, y pensé que al estar tan dura la nieve podría caminar sin peligro de hundir los pies más allá de la altura de los tobillos. Decidido estaba a iniciar el camino de vuelta, cuando, dejando atrás la curva del andén de la lechería, vi a Luciano que encogido y con aparente cara de frío, llegaba embutido en su negro chaquetón. Cuando llegó a mi lado, tras un escueto “Hola”, como si quisiera disculparse, moviendo la cabeza con aquel gesto tan característico suyo, murmuró:

– Hoy se me hizo algo tarde. Anoche estuvimos hasta tarde en La Campanona, bebimos algún vino más de la cuenta, y ya sabes…

Ya en el interior, y mientras esbozaba su habitual sonrisa, empezó a quitar las contra-ventanas. Apenas si había terminado, y cuando se disponía –sin necesidad de preguntarme- a servirme un vermouth, sonó el teléfono. Con paso no demasiado rápido se acercó hasta el aparato, lo descolgó y, tras mascullar un par de entrecortadas e ininteligibles frases, lo colgó de nuevo. Se acercó a mí, algo azarado, pero sin perder su bonachona sonrisa, para decirme: – Era Carmina (su mujer) para echarme la bronca porque me olvidé coger la cartera con el dinero para los cambios. ¿Te importaría quedarte solo unos minutos mientras voy a buscarla? Si viene alguien dile que vuelvo en un cuarto de hora.

Le dije que no tenía inconveniente alguno; y, para mis adentros, pensé que el único inconveniente que podía tener era el de convertirme en un bloque de hielo, porque dentro del local –a mí así me lo parecía- hacía aún más frío que en la calle. Iba a pedirle que me sirviera un vermouth antes de marchar, pero no fue necesario porque, para entonces, ya había sacado él la vieja botella cuadrada, de ancho cuello, en la que embotellaba aquel especial vermouth –cabezón donde los hubiere- y empezaba a llenar un vaso.

– No trates de correr que está la nieve muy helada y puedes acabar en el suelo -le dije-..

Hizo un gesto levantando la mano sobre la cabeza en señal de asentimiento y, sin volverse, como si temiera convertirse en estatua de sal, al igual que le sucediera a la mujer de Lot, por mirar hacia atrás, salió cerrando la puerta tras de sí.

Dos largos y seguidos tragos de vermouth hicieron que mi casi congelado cuerpo reaccionara. Con el tercer trago empecé a olvidarme del frío. Apoyado en una esquina, donde confluyen dos mostradores –el sitio preferido de Pepin-, sentí por primera vez, como jamás me había sucedido, el silencio de aquel gran local completamente vacío. De otro trago terminé el poco vermouth que quedaba en mi vaso y, como quiera que Luciano había dejado la cuadrada botella de ancho cuello sobre el mostrador, yo mismo volví a llenarlo. Confieso que nunca antes había bebido el vermouth con tanta celeridad, pero a cada trago notaba como el frío iba desapareciendo de mi helado cuerpo. Contemplando las vacías estanterías, antaño atiborradas de mercancías, y todos aquellos ganchos anclados al techo, vacíos, sin nada que de ellos pendiera, no pude impedir que un tremendo escalofrío recorriera mi espina dorsal. A mi mente, como fantasmas del pasado, revoleteando en torno a aquellas desnudas paredes, llegaron las imágenes de aquel local en otros tiempos, ya demasiado lejanos, diría yo. De pronto a mi mente acudió de todo un ejército de mineros, aquellos que día tras día acudían a la Cantina. Unos a llenar sus botas de vino, de camino hacia la mina, para poder limpiar el polvo de carbón en sus gargantas; otros, terminada ya la jornada, para ahogar sus penas y sus miedos en el interior de una jarra de vino.

Si hubo un comercio-cantina emblemático en el valle de Laciana, ese, sin lugar a dudas, fue la Cantina de Villager. Enclavado en un estratégico cruce de carreteras, paso obligado hacia las minas de Villager, Orallo, Caboalles de Abajo, Caboalles de Arriba y La Collada, en la década de los 50 y los 60, precisamente, cuando las minas de la MSP producían a pleno rendimiento, la Cantina era punto de encuentro y abastecimiento para los mineros procedentes de los diversos pueblos de Laciana, Villarino del Escobio, Cuevas y Palacios del Sil. Así pues, nada extraño era que aquel local estuviera siempre lleno a rebosar. Por las tardes, cuando la jornada laboral concluía, ya de vuelta a casa, los mineros dejaban sus vacías botas de vino en la Cantina, para que el personal empleado del establecimiento las llenara y dejara preparadas para ser recogidas a la mañana siguiente.

En las oscuras y frías tardes de los entonces interminables inviernos, la Cantina, más que un establecimiento público, se transformaba en algo así como lugar de desahogo de penas, casi una especie de santuario, donde se reunían mineros y labradores, en una suerte de calecho, para, al pairo de unas jarras de vino, contarse toda suerte de anécdotas, verdaderas algunas –las menos-, inventadas las más de ellas o, cuando menos muy desfiguradas.

Adolfo Alonso, propietario de la Cantina, para animar el calecho y facilitar la ingesta del vino, tenía por costumbre, en esas frías tardes de invierno, obsequiar a los parroquianos con sardinas en escabeche o con otros productos similares. Después de un par de vasos de vino, las historias más inverosímiles hacían su aparición en el coloquio. Aunque todos sabían que aquellas historias, en un alto porcentaje, cualquier parecido con la realidad era pura coincidencia, nadie osaba contradecirlas. Como el bueno de Adolfo solía decir: Cuesta menos creerlo que ir a averiguarlo, y en el fondo, lo de menos era lo que allí se contara, porque, en realidad, lo que aquellos hombres buscaban, no era otra cosa que olvidarse de las penurias económicas y sociales por las que estaban pasando; y, muy especialmente, no pensar en el riesgo que al día siguiente, en las entrañas de la montaña, deberían afrontar. Sin olvidarse que, a muchos de ellos, ese entretenimiento les servía para no pensar en la maldita silicosis, enfermedad que destruía sus pulmones y que a no pocos mineros, aún siendo muy jóvenes, les hacía carecer de futuro.

Años más tarde, cuando la edad y la enfermedad impidieron a Adolfo continuar con la regencia de la cantina, esta le fue traspasada a Luciano Álvarez, más conocido como El Singer, también llamado Luciano el del Conde. Hombre trabajador, honrado, buena persona y con excelente humor. Vaquero que había sido, conocía todos los montes como la palma de la mano. De excelente memoria, no había pregunta, que al respecto le hicieran, que no supiera responder. Por todo ello y por su infinita paciencia para con todo el mundo, era un hombre muy querido por todos los vecinos. Sin duda era la persona idónea para continuar con la labor que Adolfo había desarrollado con gran éxito durante muchos años. A Luciano, el apelativo de Singer le vino dado, porque años atrás, la casa de sus padres había ostentado la representación de las famosas máquinas de coser alemanas.

Durante algunos años, de la mano de Luciano, la Cantina continuó su andadura con buenos resultados y a satisfacción de todos los vecinos, hasta que en el horizonte hizo su aparición el declive de la minería. A partir de entonces, muchos vecinos de Villager y pueblos adyacentes, buscando un futuro más halagüeño, emprendieron una desenfrenada carrera hacia las grandes urbes nacionales y extranjeras, motivando un significativo decrecimiento en las visitas de parroquianos y, por ende, en las ventas. A partir de entonces, aquellas concurridas reuniones, especialmente en las tardes de invierno, se vieron reducidas a unos pocos asiduos que, en las mañanas de los fines de semana, especialmente, no perdonaban el vermouth o el blanco antes de comer. Sin embargo, no por ello se terminaron los animados coloquios en La Cantina, si bien es cierto que el formato de los mismos sufrió un considerable cambio. A partir de entonces las reuniones, lejos de ser una válvula de escape para los problemas cotidianos de los mineros, se convirtieron en una forma de divertirse un poco, especialmente, a costa de los ingenuos que estuvieran dispuestos a creer todo cuanto allí, por parte de algunos, se contaba. Dos de los personajes más singulares en esos menesteres, fueron Gelín Álvarez y Herminio Sierra. Compañeros de trabajo y buenas personas donde las hubiere. Maquinista y enganchador en el trolley del 1º de Calderón. Como compañeros de trabajo se entendían a las mil maravillas, y no solamente en lo referente al trabajo. Cuando uno de ellos iniciaba una historia, el otro –utilizando un símil taurino- salía al quite de forma magistral para adornar la faena.

En esa etapa, en La Cantina, las más disparatadas trolas se urdían con la misma seriedad y solemnidad con la que un magistrado emite una sentencia; aunque justo es decirlo, jamás tenían como fin el herir o vilipendiar a nadie. Eran, más bien, una especie de bromas jocosas sin otra intención que no fuera divertirse y reírse un rato. Aquellas trolas llegaron a adquirir tal notoriedad, que incluso trascendían los límites comarcales. Gelín y Herminio tenían tal destreza en ese arte –porque era un arte- que no solamente alguno de los ingenuos parroquianos del pueblo era quien las engullía, sino que, en ocasiones, los que llegaban de la ciudad, con aires de superioridad intelectual, eran quienes primero mordían el anzuelo; y si creen que exagero, juzguen ustedes mismos:

Un soleado día de un mes de julio, llegaron a la Cantina dos viajantes de un proveedor de León que suministraba género a determinados comercios de algunos pueblos de Laciana; entre los clientes del tal proveedor se encontraban la Cantina de Villager y el comercio de Artemia en Caboalles de arriba. Pues bien, cuando los dos viajantes hubieron terminado de registrar los pedidos que Luciano les había hecho, se acercaron al mostrador para tomar un vermouth, y al tiempo -debieron pensar-, si venía al caso, divertirse un poco a costa de los paletos del pueblo. Mientras saboreaban el contenido de sus vasos, que Luciano les había servido, de forma un tanto disimulada, se mofaban del léxico y la forma de hablar de aquellas gentes. ¡Poco sabían ellos en que jardín se estaban metiendo! Gelín, que se encontraba al lado de los viajantes, sin perder ripio de la conversación, se sintió un tanto ofendido, aunque no hizo comentario alguno al respecto. Después de guiñar un ojo a Herminio, y a la vez que volvía la espalda a los viajantes, se separaba de ellos un par de pasos, dirigiéndose hacia donde se encontraba su amigo, y acercando su boca al oído de éste, en un tono que aparentaba ser más bajo de lo que en realidad era, puesto que no lo era tanto como para que los viajantes no pudieran oírle, empezó diciendo:

     – ¡Menudo bicho! Dicen que, por lo menos, pesará 50 arrobas. Es enorme y tiene unas garras como los cuchillos del samartino.

     – Pero ¿Cómo se las arreglaron para cazarlo vivo? –preguntó Herminio-.

     – Creo que fue con un lazo. Lo armaron unos de Caboalles de Arriba en el abedular de Braña el buey, y debió caer a eso del amanecer. Según me dijeron, se oían los bramidos desde Caboalles. Los que lo cogieron estaban asustados porque nunca habían visto un oso tan enorme.

Los viajantes, a medida que la conversación de los dos amigos avanzaba, se habían ido acercando a Gelín que, con la cabeza agachada hacia Herminio, hacía como que no se daba cuenta.

     – ¿Y dónde lo tienen? –Preguntó Herminio. –   En casa de Artemia, en Caboalles de Arriba. Yo lo estuve viendo. Lo tienen amarrado con una cadena en la carbonera. – ¿Y qué piensan hacer con él? –volvió a preguntar Herminio-. – No estoy muy seguro, pero según comentaban, querían llevarlo hoy a Oviedo y regalárselo a los del Zoo.

Gelín sabía que aquellos viajantes, terminado su trabajo en la Cantina, su próxima visita era el comercio de Artemia. Los viajantes, temiendo no llegar a tiempo de ver al oso, escurrieron sus vasos, pagaron y, sin más comentario, arrancaron su coche enfilando la carretera de los castañales. Tal y como Gelín había pronosticado, no se detuvieron hasta llegar al comercio de Artemia. Cuando entraron en el establecimiento, se encontraba la señora Artemia repasando unas cuentas. Al ver a los viajantes, posó el lápiz sobre la libreta, al tiempo que respondía al saludo de buenos días. Uno de los viajantes, el más veterano, sin siquiera dar tiempo a que la buena mujer empezara a hablar, bajando el tono de voz, dijo: – Artemia, queremos que nos enseñes el bicho. – ¡Ay chachos! –exclamó- ¿A mis años?

El viajante, confundiendo la expresión de estupor en el rostro de la mujer, con la de miedo a ser descubierta, continuó.

     – Anda, no te hagas la despistada. Sabemos que lo tienes escondido en la carbonera. Y no te preocupes que no vamos a decírselo a nadie. – Y, según vosotros ¿Qué se supone que tengo escondido en la carbonera?

     – Deja de disimular –replicó el viajante más veterano- que estamos muy bien enterados ¿Qué va a ser? Un oso.

     – Vosotros –dijo Artemia mirándoles por encima de las gafas  al tiempo que soltaba una sonora carcajada- venís de la Cantina de Villager.

Con la desaparición, por fallecimiento, de personajes tan singulares como Chucho, Gelín, Herminio, Manso y Eladio (por todos conocido como Eradio), entre otros, las tertulias de la Cantina variaron su derrota, una vez más. Esta vez variaron hacia corrientes de corte más intelectual. Los actuales contertulios, especialmente en los meses de verano, fechas en las que no pocos vecinos, afincados en otras ciudades, disfrutan de unos días de asueto en el pueblo, conformaban un variopinto paisaje de eruditos que, en poco o en nada, se asemejaban al de otros tiempos. Aquellas inverosímiles y jocosas historias de antaño, debido al grado de preparación intelectual de los nuevos contertulios, dieron paso a tertulias que, sin pretender compararlas con las del café Gijón o con las del café Balmoral de Madrid, llegaron a alcanzar un aceptable grado de interés cultural.

Aún siendo consciente de que corro el riesgo de omitir el nombre de alguno de los contertulios de esta última etapa de la Cantina, me dispongo a enumerarlos. En mi ánimo sólo anida el deseo de relatar algo que, inevitablemente, forma parte de la historia de Villager. Ellos fueron: César Alonso, economista; Juan Martínez, Ingeniero Industrial; Rodrigo González, profesor; Rafael Pérez (el Cuco), sociólogo y profesor; Pablo de Anta, empresario de la construcción; Félix Rodríguez, agricultor y ganadero; Manolo Guinea (padre), minero y excelente cocinero; Choni Castaño Olivera, técnica en finanzas empresariales; Rosa Castaño Olivera, pintora; Manuel Zapico, facultativo de minas, pintor y escultor; Manuel Gancedo, ingeniero técnico en topografía, escritor, experto en botánica y gran divulgador del patsuezo; Alvarina Alonso (Xipla), técnico sanitario y alma máter de las empanadas de Buenverde; Manolo Guinea (hijo) minero y, como su padre, gran cocinero; Fernando Moreno Bardón (Nano35), omañés residente en Sevilla, mitad poeta y mitad filósofo; Luciano Álvarez, regente de la Cantina; y, por último, José Álvarez (más conocido como Pepín), albañil, mecánico y extraordinario factótum –fallecido recientemente-. Este personaje, al que menciono intencionadamente en último lugar, era un hombre por el que yo sentía una profunda admiración. Era uno de esos hombres a los que podríamos denominar como filósofos autodidactas. Era una de esas personas que, cuando hablaba, tenía el poder de transmitir una agradable sensación de sosiego; jamás interrumpía una conversación; siempre hablaba lo justo y, por lo general, en tono bajo, midiendo con matemática precisión sus comentarios. Alumno que fue de Sierra Pambley en la promoción de 1949, conservaba la impronta del espíritu de aquel legendario y admirado centro pedagógico. Ignoro si Pepín había leído a Platón –nunca se lo pregunté-, aunque supongo que sí, puesto que sus comentarios, en buena medida, tenían –salvando las distancias- una cierta semejanza con algunos de los diálogos que Platón ponía en boca de Sócrates, y que al decir de no pocos estudiosos del filósofo griego, no eran diálogos de Sócrates sino suyos propios. El por qué algunos de sus propios pensamientos filosóficos los ponía Platón en boca del maestro, son sólo hipótesis. Hay estudiosos que consideran que lo hacía por modestia; otros, en cambio, sostienen que por revestirlos de mayor relevancia. Si tuviera que inclinarme por una de ambas versiones lo haría por la segunda, ya que, en mi iletrada opinión, la modestia no era, precisamente, una de las principales virtudes del gran filósofo.

Consciente de que cuando hablo de Villager y, de forma muy especial, de la Cantina, mi subjetividad me desborda, llegando incluso a jugarme malas pasadas, quisiera dejar muy claro que, ni por lo más remoto, trato de elevar las tertulias de la Cantina de Villager al nivel de las del café Gijón o a las del café Balmoral; antes, naturalmente, de que éste cerrara sus puertas para siempre. Lo único que pretendo, sencillamente, es rendir un sencillo homenaje a la Cantina y a todos y cada uno de los que, de una u otra forma, conformaron el espíritu de aquel entrañable local; local que, de algún modo, casi se podría considerar como un lugar mágico. Como Nano35 escribió, refiriéndose a la Cantina: Mágico local donde los sueños se acercan a la realidad… sin dejar de ser sueños.

Por lo demás, si en algo puede compararse la Cantina de Adolfo Alonso con el café Balmoral de Jacinto Sanfeliú, es que ambos establecimientos, con el fallecimiento de sus respectivos fundadores, iniciaron la imparable senda hacia su desaparición. El café Balmoral, del que guardo hermosos recuerdos, hace ya unos años que cerró sus puertas para siempre; la Cantina, a causa de la enfermedad de Luciano –entre otras cosas-, para disgusto de muchos vecinos de Villager, siguió el mismo camino. Y no sólo para los vecinos de Villager. Tan populares se habían hecho sus tertulias que, ya fuera para participar o solamente para limitarse a escuchar, a la Cantina acudían gentes de todos los pueblos de Laciana; gentes que, dispersas por toda la geografía española e incluso, en países tan lejanos como Argentina o Méjico, en época de vacaciones, consideraban la visita a aquellas tertulias como paso obligado.

Hoy, algunos años después, en un espléndido día de sol, después de haber estado esquiando toda la mañana en Leitariegos, cuando bajaba hacia casa, como solía hacer siempre, una vez que daba por terminada la jornada de esquí, aparqué el coche delante de la Cantina. Sabía que estaba cerrada, pero aún así no resistí la tentación de aparcar. Salí del coche y me senté en la piedra de mármol que hace de repisa de lo que fue uno de sus ventanales. Con la vista perdida en el horizonte, por encima de la Peña de Carracedo, uno a uno, como sombras fantasmagóricas, fueron desfilando ante mí los rostros de tantos y tantos hombres que en una u otra época fueron asiduos contertulios de la Cantina, y que en uno u otro momento, en las mañanas de verano, se sentaron sobre la misma piedra de mármol sobre la que hoy yo me siento. Bajé la vista hasta posarla en la casa del Xiplo y mi mente contempló la imagen de Benigno en los tiempos en que yo era un muchacho. Lo vi tirando de garlopa en su banco de carpintero, bajo el tendejón que había en su corral; tenía, como siempre, una amplia y franca sonrisa, la boina llena de virutas y en la boca un grueso pitillo. Vi también a su hijo Toño, un niño por aquel entonces, que correteaba por el corral. Ellos, cada uno en su tiempo, también fueron asiduos de la Cantina y, también, cada uno en su momento, se fueron para siempre, como se fueron Gelín, Herminio, Pepín, Cusco, Heradio, Guinea (padre), Alfredo Gómez y tantos otros participantes en las tertulias de aquella Cantina que, como ellos, también cerró sus puertas para siempre.

Cuando al día siguiente salí de Villager rumbo a Madrid, donde tengo mi domicilio habitual, mientras conducía sentí un gran vacío dentro de mí. Villager, mi entrañable y querido pueblo, sin aquel Mágico local donde los sueños se acercaban a la realidad… sin dejar de ser sueños”, ya no era el mismo Villager.

 

 

 

4 thoughts on “La Cantina de Villager

  1. Sin ser un habitual de la Cantina, si que visitaba a Luciano y a Carmina con frecuencia (con ella me unía una gran amistad desde los tiempos jóvenes en San Miguel igual que con toda su familia). También tuve la oportunidad de presenciar alguna de las últimas tertulias, pocas por desgracia, aunque creo que no he participado directamente en ninguna. Algunas veces salí de allí partiéndome de risa de las «bolas» tan grandes que por allí rodaban, y aún me duraba cuando llegaba a Orallo. En fin, como el Peteiro, el Xipón en San Miguel y tantos y tantos que por jubilaciones, por enfermedades, por las diversas crisis, etc. han ido desapareciendo de nuestras vidas y solo nos queda el recuerdo de lo vivido.
    Gracias amigo Piorno por evocar la historia pasada.

  2. Amigo Piorno:
    Al leer tus remembranzas sobre “La Cantina”, regresan a mi cabeza infinidad de recuerdos, casi perdidos, en los rincones más lejanos de mi mente.
    Se hacen presentes, las innumerables veces, que mi madre me mandaba a comprar algún producto que necesitaba con urgencia. También recuerdo la libreta de pastas negras en las que Adolfo, y después Luciano, apuntaban las mercancías dispensadas y su coste. Al terminar el mes se pasaba por la taquilla para abonar las deudas, previa suma de las cantidades apuntadas.
    Otra imagen inolvidable se remonta a los últimos días de septiembre del año 1969. Ese día me compraron mi primer reloj de pulsera. Era un reloj suizo, de cuerda, tipo cadete, de marca SAVAR. Su precio fue de mil pesetas, y fue el inolvidable Lolo quien nos lo despachó. Al día siguiente, de madrugada, me fui a León, en el Fernández, a estudiar la carrera de Magisterio. Hace unos años encontré el vetusto reloj en una caja donde guardaba diversos recuerdos. Un amigo, experto y amante de los relojes, se lo llevó a un relojero amigo suyo; me lo restauró y quedó como nuevo. A veces, todavía, me lo pongo y anda maravillosamente.
    Un abrazo y gracias por ayudarnos a recordar, que es como volver a vivir.

  3. Amigo Piorno:- Como siempre me encanta leer tus relatos, y este en particular en como te recreas en los recuerdos de los tiempos de tertulias pasados en la cantina disfrutando de amigos, compañeros y conocidos. Tiempos que por desgracia ya no se podrán repetir en el mismo lugar y de la misma manera por las vicisitudes de la vida. Solo espero que las tertulias no se pierdan y en otro lugar con otros tertulianos y con la asistencia de concurrentes de la antigua cantina se siga debatiendo con humor y alegría.
    Un abrazo fuerte y animarte a continuar con tus relatos

  4. Bonito homenaje, querido Piorno, el que has escrito sobre La Cantina de Villager. Un relato sentido y lleno de añoranza de tantos años en los que fue un sitio emblemático, tanto por las personas como por los recuerdos que has sabido plasmar tan entrañablemente en el recorrido del tiempo. Al pasar los años fue perdiendo su sello característico de comercio en el que se encontraba de todo cuanto pudieras necesitar, era el “Corte Inglés” de Villager. Tenías ropa, hilos, telas, ultramarinos, vinos, licores, herramientas, embutidos, caramelos, calzados…todo, todo cuanto se te pueda ocurrir, allí lo tenían. Era algo mágico. Yo recuerdo a mis tíos Adolfo y Celia al frente del negocio, todo el que allí entraba era como de la familia, ¡cuanto he trasteado por los entresijos de la trastienda y el almacén de abajo con mis primos Olina, César y Lolo!. Recuerdo a Esteban y a Lupicinio, detrás del mostrador despachando a la clientela y con una envidiable paciencia con los parroquianos, a Emilio Diez, un hombre siempre de buen humor y bromista dónde los hubiera, mis primos siempre le llamaban padrino, y de rechazo yo también se lo llamaba, a mi tía Celia, que era la que atendía a las mujeres, con los hilos, botones y cintas…. Son recuerdos de tantos años que no se borran de la memoria.
    Después, en la otra etapa, la de las tertulias, esa la reflejas tú muy bien, la unión con los amigos de todos los días y de tantos años, con esa camaradería que todos teníais…, esas, como las golondrinas de Bécquer, esas no volverán. Y no pueden volver porque además de que muchos amigos ya se han ido para siempre, al cerrar por última vez las puertas de La Cantina, cerraron para siempre la fraternidad compartida durante muchos años.

    Un abrazo, Guaja

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